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En defensa del Partido de la Rosa

Análisis
Tomado de Las 2 Orillas
Por Gabriel Ángel

En defensa del Partido de la Rosa

Si algún documento histórico ha sido objeto de malas interpretaciones y consejas, ha sido precisamente el Acuerdo para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, conocido también como Acuerdo o Acuerdos de La Habana. Intereses de uno y otro lado se han empeñado en difamar de él, considerándolo por una parte como la consumación de la traición a la revolución, y por otra, como la consagración del comunismo en Colombia.

Desde los dos extremos del espectro político se han empeñado en impedir que el Acuerdo de Paz con las FARC tenga un desarrollo tranquilo. Teorías como la de que los revolucionarios no deben entregar las armas jamás, cumplen idéntico papel a aquellas que sostienen que el país le fue entregado a las FARC y por ende al castrochavismo. El resultado práctico de la acción de unos y otros es similar, impedir el paso a una Colombia diferente y en paz.

Que la derecha ultramontana calumnie el pacto de paz es explicable, en los Acuerdos de La Habana se insertaron dos temas que para ella resultan intolerables. En primer término la tierra. El solo hecho de fijar que será obligatorio actualizar el catastro, para establecer las verdaderas dimensiones y los reales propietarios, les resulta demasiado odioso. Pero además está el asunto de la verdad, que la dijeran los guerrilleros estaba bien, pero que se le exigiera a ellos sí que no.

Todavía más, que a cambio de la verdad se obtengan beneficios judiciales para quienes además contribuyan a la reparación integral de las víctimas, puede resultar peligroso. Mucho militar involucrado en crímenes de lesa humanidad, podría tener la tentación de liberarse de cualquier castigo, contando a los investigadores todo cuanto conoce sobre los determinadores de sus conductas. Cuestiones enterradas y olvidadas podrían de repente ser revividas.

Si se le agrega todo lo demás que se pactó en los Acuerdos, resulta apenas natural el fanatismo con que se opusieron a su firma e implementación. Se trata, para emplear el lenguaje tradicional de izquierda, de los verdaderos enemigos de clase, los de la contradicción principal, la antagónica, aquella que no puede resolverse sino con la desaparición de uno de sus dos extremos, o como enseñara Mao, por la conversión de uno en el otro. Cualquier conciliación resulta abominable.

En fin, para esa derecha recalcitrante no puede existir un contradictor, hay que acabarlo por la fuerza, mediante la violencia, para eso la guerra. Cualquier conversación de paz no puede tener otro sentido que el de derrotar completamente a su rival, machacarlo, humillarlo, hacerlo arrepentir, suplicar perdón y cumplir un castigo ejemplarizante. En esas condiciones, un pacto sin vencedores ni vencidos, como el de La Habana, tenía que antojárseles demoníaco.

La sola posibilidad de que surja una memoria del conflicto, que ponga de presente su nefasto papel en él, les rompe cualquier margen de comprensión. Según su versión, la única que consideran válida y respetable, toda, absolutamente toda la culpa de la guerra y sus desastres recae en los guerrilleros y sus aliados abiertos o disimulados. Ellos fueron los criminales, los abusadores, los malvados. Empresarios, terratenientes, banca y fuerzas armadas representan la más pura pulcritud.

Y nadie puede ponerlo en duda. Cualquier manifestación en contrario es producto de las conspiraciones, de entramados que incluyen oenegés, defensores de derechos humanos, gobiernos enemigos del vecindario y en general la gama total de agentes encubiertos del terrorismo. Más perverso todavía que el propio Estado haya aceptado construir esa memoria. El Estado estaba destinado a repetir su versión, hasta que fue firmado el Acuerdo de Paz.

Por eso advierten de su entrega a las FARC. En fin, conocemos de sobra todo cuanto han ideado, dicho y repetido sobre los Acuerdos de Paz. En ellos simplemente se adoptan medidas para poner fin a la pobreza y el atraso en el campo, para garantizar la vida y el ejercicio pleno de sus derechos  a exguerrilleros, movimientos políticos de oposición y movimientos sociales. Amén de atender el problema de las drogas como un asunto de naturaleza económica y social.

Y sobre todo, se brinda la oportunidad a las víctimas del conflicto de ejercer sus derechos a verdad, justicia, reparación y no repetición, a la par que se crea un sistema judicial que permite esclarecer los principales y más graves ilícitos cometidos durante la confrontación por todos sus actores. En los Acuerdos jamás se pactó el perdón y olvido, por el contrario, la reconciliación se entiende como el producto del reconocimiento de responsabilidades por parte de sus protagonistas.

Así que tampoco tienen razón quienes desde el lado de la izquierda más bien extrema, ridiculizan los Acuerdos como un pacto idealista entre victimarios y víctimas. En ese sentido hemos escuchado las más asombrosas acusaciones. Se sindica a las FARC de haber adoptado un vergonzoso espíritu cristiano, de dedicarse a hablar de paz, perdón y reconciliación, como si fuera posible que esas tres cosas se den entre el capitalista explotador y el trabajador explotado y oprimido.

Se esgrime con voz enardecida que el Estado, las clases dominantes, el Ejército y la Policía, los mismos paramilitares jamás nos perdonarán por lo que hicimos, por habernos alzado en armas contra ellos y haberles hecho sentir el peso de la justicia popular. Que lo firmado en los Acuerdos nos revela como los más ingenuos liberales, como un partido que apuesta a creer en la democracia, cuando esta no es más que una farsa de tráfico de dinero e influencias.

El Acuerdo, según estas extremas, debió haber sido una jugada táctica, un astuto negocio que nos permitiera seguir armados y acercarnos de modo definitivo a los centros estratégicos de la economía y la política en el país. Cuando menos debiera haber permitido que conserváramos una parte de nuestros recursos financieros y bélicos, para responder por vía militar en caso de incumplimiento. El único lenguaje que entiende esta oligarquía es el plomo, repiten.

Aparte de revelar una ceguera sorprendente sobre las realidades de la política y la guerra, en lo que las FARC acumulamos la mayor experiencia que pueda haber adquirido nunca una organización revolucionaria armada en el mundo, quienes así alegan revelan que su única concepción respecto de la lucha de los pueblos consiste en el recurso a la guerra, como si no hubiéramos librado una confrontación de más de medio siglo que jamás produjo el resultado militar esperado.

Las FARC le apostamos durante toda nuestra existencia política y militar al camino de la solución política. Lo repitieron hasta la saciedad nuestros fundadores, lo buscaron mediante complejas conversaciones y procesos de paz. Eso figura en la historia, es público, no se trató de una tesis disimulada. O nos tomábamos el poder la vía de las armas, o lo trabajábamos por la vía política con millones de colombianos movilizados por las necesarias reformas y transformaciones.

Un acuerdo de paz no podía ser sino eso, un acuerdo. No se trataba de que una de las partes le impusiera a la otra su voluntad. Y ese acuerdo, obviamente, no iba a surgir de un apretón de manos, iba a ser producto de conversaciones muy difíciles, en las que la correlación de fuerzas jugaría un papel determinante. Aparte de nuestra fuerza militar, nuestro principal haber estaba en la voluntad de paz del pueblo colombiano y la forma como éste la manifestara.

La gente en Colombia estaba hastiada de la guerra. Clamaba por el cese de la violencia, el fin de los bombardeos, asaltos, operaciones militares de tierra arrasada, emboscadas, muertos, heridos, secuestrados, desaparecidos, ejecutados extrajudicialmente y demás horrores bélicos. No quería más paramilitares ni masacres, tampoco más tomas de pueblos, carros bomba ni atentados. Millones de víctimas, una pila de miles de muertos y lisiados respaldaba su clamor.

Así que de entrada cualquier pacto para continuar con la guerra estaba descartado por completo. No sólo porque el adversario no lo admitiría, sino porque la gente le daría la espalda a ese tipo de jugada. Del mismo modo que le da la espalda a quienes insisten en el camino de la lucha armada, quizás más solos ahora que nunca. El dilema era real, o guerra o paz. Y no se trataba de términos medios. Eso, en palabras sencillas, fue lo pactado en La Habana, la paz.

Algunos de extrema hablan de paz de arrodillados. De paz nacida de entrega de armas sin recibir nada a cambio. Nadie le quita el derecho a pensar lo que quieran esas personas. Pero salta a la vista su error de apreciación. Un movimiento guerrillero, aislado casi por completo de las masas urbanas, convertido en monstruo por los grandes medios, de quien la mayoría piensa que se trata de narcotraficantes y asesinos, se torna en un partido político respetable.

Sale de las montañas a la ciudad, abre sedes, tiene parlamentarios, personería jurídica, recursos estatales para funcionar, esquemas de seguridad para sus principales líderes, libertad para desplazarse dentro y fuera del país en ejercicio de sus actividad pedagógica y proselitista, lanza candidatos y participa en elecciones, sin que ninguno de sus integrantes sea encarcelado por los hechos ocurridos durante el conflicto, mal puede decirse que no haya ganado algo.

El sistema integral de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición se creó y funciona pese a todos los ataques sufridos. Hay procesos abiertos contra gran parte de los responsables de delitos graves, y los exguerrilleros comparecen a ellos y suministran verdad, en cumplimiento de su palabra. La comisión de la verdad también avanza en su trabajo sobre la real naturaleza del conflicto. Salen a flote los horrores del Estado y sus agentes.

Estamos obligados política y socialmente a convivir en el mismo espacio con las clases dominantes y sus funcionarios. Ahora la lucha se desarrolla de otra manera. No se puede pretender que no hablemos con ellos, que no participemos conjuntamente en actos políticos o culturales. Ellos no lograron matarnos tras una guerra de 53 años, nosotros tampoco a ellos. Cada gesto de convivencia pacífica da cuenta de la nueva situación. Ganamos ese derecho, no podemos desecharlo.

Lo que no significa que hayamos rendido nuestras banderas. Nuestras publicaciones políticas, nuestra actividad en el parlamento, nuestra movilización callejera al lado de miles y miles de compatriotas dan fe de nuestro discurso, de nuestras posiciones, de nuestros objetivos. Algunos quisieran que escupiéramos el rostro a los representantes del Establecimiento, o que los insultáramos diariamente de cualquier otro modo. No puede ser así.

Ganamos también el derecho a debatirlos públicamente en todos los espacios, no tenemos por qué echarlo a perder. El Estado tiene su Constitución, sus leyes, sus normas. Sus funcionarios de todo escalón están obligados a cumplirlas. Nosotros también. Pero tenemos que ejercer toda la presión para que ellos las cumplan, obligarlos, con denuncias y recursos legales. Asimismo a los poderosos de todos los pelambres. La violencia física o moral está descartada por nuestra parte.

Y nuestra lucha apunta también a que ellos no puedan ejercerla, ni contra nosotros, ni contra ningún otro ciudadano. Para ello empleamos el poder de la denuncia, de la movilización, del apoyo internacional. Cada vez tiene que ser más difícil para ellos atentar contra alguno de nosotros o contra cualquier colombiano o colombiana. Que los asesinatos continúen no significa que no pueda darse esa lucha, por el contrario, quiere decir que tenemos que acentuarla.

Igual pasa con los demás aspectos del Acuerdo de Paz que el Estado, el gobierno o sus funcionarios se ocupan de desconocer, violar o incumplir. Nuestra lucha tiene que ser frontal contra ello, con mecanismos legales, con denuncia y movilización. Si de algo estamos seguros es que empleando la violencia y las armas no vamos a conseguir que nos cumplan, por el contrario, conseguiremos que se derrumbe todo lo alcanzado hasta ahora, nosotros mismos haríamos trizas el Acuerdo.

Finalmente quisiera referirme a lo que algunos califican como reformismo, conciliación, derechización de nuestro partido. Ninguna revolución, ningún socialismo, podrán ser obtenidos sin la participación masiva del pueblo en la lucha política y social. El Acuerdo nos suministra el arma para llegar a ese pueblo, para atender sus anhelos y transformarlos en lucha de masas. Se trata de hacer real esa democracia que tanto criticamos, trabajamos por su transformación.

Así que la defensa de la democracia, de sus espacios, de sus posibilidades, hace parte de nuestra concepción revolucionaria. Solo un pueblo organizado y movilizado puede cambiar esta realidad y nuestro esfuerzo apunta a eso. La semana comienza el día lunes, y termina el domingo siguiente. Todo es un proceso y hay que recorrer un largo camino. Es de aventureros pretender saltar etapas, no somos aventureros. Analizamos la realidad objetiva y actuamos conforme a su dinámica.

Seguramente habríamos podido avanzar muchísimo si hubiéramos podido permanecer sólidamente unidos bajo las mismas banderas. Pero no ha sido posible, pese a la infinita paciencia con la que la dirección de nuestro partido ha asumido los ataques de cada uno de los grupos que han disentido de nuestros puntos de vista. Los divisionistas que quieren la revolución para  ya, en realidad le hacen un inmenso daño a la lucha de nuestro pueblo. Se juntan así con nuestros enemigos.

Bogotá D.C., 22 de diciembre de 2019.

Comentarios

  1. En lo fundamental estoy de acuerdo con el artículo. Sin embargo, tengo unas preguntas por hacer y quisiera poderlas compartir en un conversatorio con ustedes

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