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Medio siglo de la muerte del “siete colores” y las paradojas de la historia

Análisis
Tomado de Rebelión
Por Roberto Romero Ospina


“Aquí combatió un oscuro criminal contra 200 valientes soldados colombianos”. La placa resumía todo el episodio de aquel 9 de junio de 1965 cuando no el número de militares indicados, sino 1200, lograron poner fuera de combate a Efraín González tras más de siete horas de acciones. 


Nunca se supo qué grupo de ciudadanos, hace 50 años, colocó la seña en algún lugar de lo que quedó de una casa de un piso de la calle 26 sur con carrera 3, en el popular barrio San José Obrero, en Bogotá, pero dejaba así sentado todo el sarcasmo popular.

González, un fascineroso conservador que algunos historiadores se les dió por bautizar como “bandolero social”, había desertado del ejército en 1958, recién había comenzado el Frente Nacional, que supuestamente con el acuerdo de los dos partidos responsables de La Violencia, ponía fin a la misma.

Con apenas 25 años, González, a quien campesinos liberales le habían asesinado a sus padres en la conservadora provincia boyacense de Vélez, muy pronto ascendió en la carrera del crimen siempre apoyado por las huestes de su partido al que veneraba por aquello de los “odios heredados”.

Inició su camino delictivo haciendo de sicario en Caldas y tras unirse a un grupo de "Pajaros", paramilitares, que al mando de Jair Giraldo operaban en ese departamento sirviendo a los intereses de terratenientes locales conservadores. En esa región se le atribuyeron al menos una decena de homicidios.

González ya era un ducho jefe paramiltar del Magdalena Medio con tan solo 27 años y acentuaba su apoyo a los jefes conservadores de la región, en especial al ala ospinista, cuyo jefe, el expresidente Mariano Ospina Pérez, nunca reprobó a su audaz pupilo.

En Boyacá, por su apoyo a los campesinos pobres conservadores, y benefactor de los padres dominicos que desde siempre han regentado la basílica de Chiquinquirá, llegó a llamarse el Robin Hood de la comarca. Es famosa su intervención pública en plena catedral, donde pidió perdón por sus crímenes, comulgó y oró ante centenares de feligreses. Para entonces ya las autoridades le achacaban más de 260 muertos.

Con semejantes virtudes cristianas, Efraín González contribuyó a forjar el imperio esmeraldífero apoyando a los labriegos sin futuro a que se quedaran con las minas de Muzú contra las aspiraciones del Estado. De esas epopeyas nacerían viejos capos de la mafia de las piedras como el Ganzo Ariza y Victor Carranza, tan godos y asesinos como su mentor.

Amo y señor de la región, sus tropelías contra sus opositores no escatimaba matanzas sin cuento como la masacre de la Flota Reina, en la que murieron 24 personas tras el asalto a un bus de esta empresa que según González iba repleto de liberales. 


Gracias a sus acciones contra las tropas, que la prensa destacaba como audaces y sin parangón entre los bandoleros de la época, se le llegó a llamar “El siete colores” por su capacidad de parapetarse y tener mil escondites.

Perseguido por el Estado, para el cual ya era insostenible su accionar y después de que le sirviera, opta por apoyar a la recién aparecida Anapo y a su jefe, el también conservador, Gustavo Rojas Pinilla que ya para entonces incursionaba en la política tras su regreso del exilio.

Su final llegó tras descubrirlo la inteligencia militar en aquella casa del barrio San José Obrero. La detención fue imposible pues bien atrincherado y con varios revólveres y una ametralladora Madsen, dio cuartel desde el mediodía del 9 de junio hasta las 8:05 de la noche cuando lo acribilla un soldado que lo descubre entre la abigarrada multitud que seguía de cerca la batalla.

Las tropas, al mando del coronel Joaquín Matallana, héroe oficial de Marquetalia, que con su toma dio inicio a esta tercera etapa de la guerra civil larvada que vive Colombia, y del teniente Harold Bedoya, quien llegó a ser comandante del ejército treinta años después, demostraron su total incapacidad para derrotar a un personaje de solo 32 años que se multiplicaba por todos los orificios y ventanas de una casa que nunca fue tomada.

Más de 5000 tiros, un cañón antiáereo, y 1200 soldados no pudieron dar cuenta del bandido. Y la “salvadora” maniobra de gasear la ya arruinada vivienda para obligar a González salir del refugio, solo contribuyó a su escape que hubiera sido mítico si no es por que un soldado más avisado lo descubriera entre la multitud donde se agazapaba para emprender la huida. Y hasta allí dio combate disparando su pistola. Murió de un solo tiro que recibió en la quijada.

Un par de horas antes había mandado un mensaje diciendo que se entregaría si María Eugenia Rojas, la hija de Rojas Pinilla, servía de intermediaria. No hubo respuesta. De salir vivo quién sabe cuántas historias no hubiera contado de manera que la pena de muerte decretada por cuatro batallones era una orden superior sin apelaciones.

El cuerpo de Efraín González fue tomado rápidamente y enviado el 10 de junio de 1965, hace 50 años, a Yopal, Casanare, para enterrarlo en medio de las sombras suponiendo las autoridades que allí no habría ni dolientes ni peregrinaciones. Pero si se dio cabida a una nueva leyenda, “el siete colores”, según indicaron un par de soldados, no estaba en el ataúd que cargaron para el entierro.

Leyenda o no, lo cierto es que los estertores de la primera gran Violencia que asoló a Colombia, con antiguos jefes militares que cayeron en el bandidaje como “Chispas”, “Sangrenegra”, y “El siete colores”, que le sirvieron a los dos partidos, no terminaba con su muerte a manos oficiales. Esa racha de violencia sigue perviviendo a través de tantos Efraín González, que desde hace medio siglo el absurdo estado de cosas nacional multiplica con creces. 


Y las paradojas. Joaquín Matallana terminó su vida pública siendo candidato presidencial de la Unión Patriótica, movimiento que nació de los acuerdos de Betancur con las FARC, a las que combatió, y el Harold Bedoya, según aquel joven movimiento que nació de dichos tratados, fue uno de sus verdugos.

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