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Las FARC-EP y nuestras razones

Análisis
 Por Carlos Antonio Lozada - Miembro del Secretariado Nacional

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«Orígenes y complicación de un conflicto que hubiera podido evitarse»

La declaración de principios firmada en La Habana para la discusión del punto 5 de la agenda que trata el tema de las víctimas del conflicto, y que contempla la conformación de una Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, es un paso de trascendencia en la medida en que apunta a establecer las causas que dieron origen al conflicto y las circunstancias que a lo largo de los años han determinado su prolongación y potenciación. Recoge una propuesta de la insurgencia, como paso necesario dentro del proceso de construcción del acuerdo que ponga fin al enfrentamiento entre colombianos.

Desde las FARC siempre hemos sostenido que sin dar solución a las causas que originaron la confrontación no será posible superar esta tragedia nacional, y allí radica la diferencia frente a los gobiernos con los que hemos dialogado, los cuales indistintamente han buscado la rendición de las guerrillas o su desmovilización a cambio de algunas prebendas, sin la solución de los factores que originaron el conflicto; o en el mejor de los casos, cuando se han acordado algunas reformas en esa dirección, los gobiernos de turno no han tenido la suficiente voluntad política y la firme decisión de someter las poderosas fuerzas económicas y políticas que se lucran con la guerra, ni para tomar distancia de las imposiciones de los EEUU, que es el otro beneficiario del conflicto colombiano.

Para nosotros es claro que el origen de la confrontación hunde sus raíces en la primera mitad del siglo pasado, alrededor de la lucha por la tierra y contra la hegemonía conservadora, que enfrenta los intereses de latifundistas y terratenientes con los de colonos, arrendatarios y aparceros, mayoritariamente partidarios del liberalismo y en algunas regiones con clara influencia comunista. Esa lucha que adquiere un carácter violento por parte de las élites, como está claramente documentado, alcanza un punto de inflexión al final de la década del 40 con el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, cuyo verbo se alzó en defensa del campesinado humilde, víctima de la campaña de exterminio y robo de tierras.

Este último hecho será el detonante para que la resistencia campesina tome la forma de guerrillas, dando origen a lo que se conoce con el nombre genérico de la violencia, cuyo saldo en víctimas se calcula en cerca de 300.000 muertos, antes de que se produzca la desmovilización de las guerrillas liberales ante la traición de la dirección de ese partido y la firma del pacto del Frente Nacional, que le permite a la élite bipartidista rotarse el poder durante 16 años, cerrando toda posibilidad de participación política a otros movimientos o partidos.

En esos episodios de la trágica historia nacional se encuentran las causas más inmediatas del origen de los movimientos guerrilleros revolucionarios actuales, a lo que se agregan dos acontecimientos internacionales que entran a jugar un papel decisivo en esa coyuntura histórica: En primer lugar, el nuevo mapa político de Europa surgido de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, condujo al imperialismo norteamericano a diseñar una estrategia de contención contra el socialismo, denominada guerra fría, que será impuesta a las cancillerías de todos los gobiernos bajo su férula, complementada con la doctrina de seguridad nacional que incorpora el concepto de enemigo interno contra todos aquellos sectores, partidos, movimientos y ciudadanos que se pronuncien al interior de la naciones por cambios en las políticas de gobierno o en la estructura de la sociedad. Cruzada anticomunista que en el caso colombiano casará como anillo al dedo dentro del cerrado ambiente frente nacionalista.

Por otra parte, el triunfo de la revolución cubana en enero de 1959 y su reforma agraria revolucionaria, que despiertan simpatías en todo el mundo y de manera particular en Latinoamérica, pone los pelos de punta a las burguesías latifundistas, lo que los lleva a desatar una campaña de exterminio contra los movimientos campesinos y agrarios que en todo el continente luchan por un pedazo de tierra.

En el caso colombiano, dados los antecedentes históricos ya mencionados, esas circunstancias provocaron la histeria anticomunista contra las regiones de colonización agraria, donde se encontraban replegados los antiguos destacamentos guerrilleros de influencia comunista, que no se desmovilizaron ni entregaron sus armas por desconfiar de las promesas oficiales.  Estos grupos se hallaban dedicados a lo que sabían hacer, trabajar la tierra, colonizando montaña,  abriendo sus fincas y tratando de reconstruir sus vidas y las de sus familias. Una de esa zonas era Marquetalia, y contra ellas, motejadas como “repúblicas independientes” por los aupadores de la violencia oficial, se lanzan las tropas gubernamentales marchando bajo la enseña del anticomunismo.

Abundan para la historia los documentos en los que, de manera reiterada, desde los días previos a la operación LASO contra Marquetalia, los colonos allí asentados proponen reunirse con delegaciones del gobierno y de los distintos sectores de la sociedad en busca de una salida inteligente y civilizada para la confrontación que se veía venir. A partir de esos momentos esa siguió siendo y es nuestra conducta política. Cada vez que los gobiernos de turno han buscado hablar con las FARC, han encontrado en nosotros la mayor disposición y voluntad política para dialogar sobre los problemas que se anudan alrededor de la crisis nacional y la forma de superar las causas que originaron el conflicto. Pero igualmente, de manera digna y firme, hemos respondido rechazando las amenazas que nos conminan a la rendición.

Sin embargo, a pesar de los múltiples llamados de los labriegos para detener la agresión y del pronunciamiento de varios sectores de opinión en el mismo sentido, la operación militar se produjo, dando surgimiento a una nueva etapa del conflicto con la transformación de los asentamiento de colonos agredidos en guerrillas móviles. A partir de ese momento, los guerrilleros exhiben un claro propósito de lucha revolucionaria por la toma del poder. Así surgieron las FARC, y desde entonces, antes que aplastar la resistencia bajo el peso del aparataje militar del Estado, como era el propósito de los asesores norteamericanos y de los altos mandos de las fuerzas armadas oficiales, el conflicto no ha hecho más que extenderse, intensificarse y hacerse más complejo.

La acumulación de la tierra en unas pocas manos y la cerrazón política del régimen, garantizadas ambas mediante la fuerza contra los sectores populares, los movimientos y partidos de oposición al sistema; y la subordinación de la élite gobernante a las políticas del imperialismo norteamericano serán las causas fundamentales que explican la prolongación y permanencia del conflicto social y armado en Colombia.


«La propia historia nos alecciona para no repetir los errores del pasado, como sucedió con los acuerdos de La Uribe y la Unión Patriótica»


La burguesía colombiana, adaptando su discurso a las políticas norteamericanas de cada momento, ha mantenido a lo largo de los años su política de terror, garantizando por medio de la violencia sistemática su permanencia en el poder y la eliminación de todo vestigio de oposición revolucionaria. Pero además, en una muestra de su doble moral, mientras por un lado adopta la política antidrogas de los EEUU que eleva el narcotráfico a la categoría de amenaza para la seguridad nacional, asimila la llamada clase emergente, surgida a partir del narcotráfico, fusionando los intereses de la vetusta oligarquía latifundista con los dineros e intereses de los capos de la mafia, alianza que dará origen al monstruo del narcoparalatifundismo, con su principal exponente, Álvaro Uribe Vélez.

Del mismo modo obrará luego del 11 de septiembre de 2001 cuando el gobierno de los EEUU, declaró su guerra contra el terrorismo. Sumisa y oportunista, la oligarquía colombiana cambia nuevamente el empaque a su campaña de terror oficial, para comenzar a venderla bajo la presentación de lucha contra el terrorismo.

Basta examinar objetivamente los resultados de las últimas décadas de esa política de terror oficial, para comprender a qué intereses ha obedecido: Genocidio contra la Unión Patriótica, asesinato selectivo de centenares de dirigentes sindicales y populares e incontables masacres de humildes campesinos; más de 6 millones de colombianos desplazados de sus territorios y un botín de guerra de 10 millones de hectáreas expropiadas a sus dueños y a disposición de la clase dominante y las compañías transnacionales para la realización de los mega proyectos minero – energéticos, agro exportadores y de agro combustibles. Todo lo cual no ha hecho más que acrecentar, profundizar y complejizar el conflicto colombiano hasta llevarlo a adquirir un carácter socioeconómico, político, territorial, ambiental y de soberanía, siendo la lucha armada apenas una de sus expresiones.

Un examen sencillo del Acuerdo General de La Habana, permite observar que en su preámbulo, así como en sus seis numerales, se recogen aspectos centrales de la problemática que caracteriza hoy el conflicto colombiano. Pero además podemos decir que los acuerdos parciales firmados en la Mesa, relacionados con los temas de desarrollo agrario, participación política y drogas ilícitas, así como los principios convenidos para la discusión del punto de víctimas, constituyen un avance significativo, pese a que sobre ellos pende la máxima de que nada está acordado hasta que todo esté acordado, y salvando las diferencias sustanciales recopiladas en las salvedades que habrán de retomarse en algún momento.

De lo que se trata es de encontrar unos mínimos que permitan poner fin al enfrentamiento entre hermanos, lo cual es abiertamente contrario a lo presentado por los grandes medios, en el sentido de que queremos hacer la revolución en la Mesa. Nuestra posición tampoco puede ser entendida como la disposición a la rendición o la desmovilización incondicional, para insertarnos dentro del actual modelo de democracia restringida, sin ningún tipo de cambio en el régimen de dominación oligárquica, sin medidas que ataquen las ya mencionadas causas estructurales que dieron origen y alimentan el conflicto.

Como es apenas previsible que al avanzar en acuerdos persistan las diferencias frente a algunos temas, se hace necesario pensar en una fórmula a fin de evitar que aborte el proceso. Al respecto hemos propuesto una Asamblea Nacional Constituyente, cuya convocatoria y composición debe ser convenida por las partes, como la fórmula más realista y democrática para que sea el pueblo soberano el que entre a definir de fondo sobre esos asuntos. Pero, además, que dicha Asamblea Constituyente sea la encargada de diseñar el marco político que refleje la nueva realidad surgida de la firma de los acuerdos definitivos, dando a su vez garantía de cumplimiento de lo pactado, mediante normas que no puedan ser cambiadas por futuros gobiernos. La propia historia nos alecciona para no repetir los errores del pasado, como sucedió con los acuerdos de La Uribe y la Unión Patriótica.

Sabemos que la culminación exitosa del proceso, así como la profundidad y el alcance de las trasformaciones económicas, políticas y sociales que se acuerden, dependen de la capacidad de movilización del pueblo colombiano. Nunca hemos creído que la salida a la encrucijada nacional pueda encontrarse sin contar con el concurso de las más amplias mayorías, única garantía de poner freno a las fuerzas que abogan por la continuidad de la guerra. Los episodios alrededor de la reciente campaña presidencial muestran claramente la forma en que manejan estos temas tan delicados para el futuro de la nación los grupos de poder que componen la clase dominante. Por un lado está claro hasta dónde están dispuestos a llegar quiénes se oponen al proceso que se adelanta en La Habana, mientras que por el otro se hace evidente el maniqueísmo y el tratamiento oportunista que el gobierno le da al tema de la paz.

Como revolucionarios nacidos de las entrañas del pueblo, sabemos de los padecimientos que significa la guerra, muy especialmente para los sectores populares de donde provienen los combatientes de uno y otro bando. Nos duelen profundamente todos los muertos de esta guerra fratricida y, en correspondencia con nuestros principios y convicciones humanistas, creemos que es urgente poner fin al derramamiento de sangre entre colombianos. Por experiencia sabemos que lo más sensato sería adelantar las conversaciones en medio de un cese al fuego bilateral, que pare de una vez por todas ese desangre; pero que además contribuya a ampliar el ambiente político y de opinión favorable a la solución política, a la vez que le resta espacio de maniobra al militarismo de civil y de uniforme que le sigue apostando a la guerra y todos los días conspira contra la reconciliación de los colombianos.

En esa dirección apuntan la reiterada propuesta de cese al fuego bilateral rechazada por el gobierno y las cuatro declaratorias de cese al fuego unilateral que hemos dispuesto en el transcurso de los diálogos de La Habana. En contraste, hemos tenido la oportunidad de escuchar repetidamente las amenazas proferidas por el Presidente Juan Manuel Santos, los ultimátum y negativas a considerar el cese al fuego bilateral, todo lo cual revela una macabra concepción: a más muertos, más barata saldrá la paz.

Ahí tiene uno de sus retos principales el bloque mayoritario de fuerzas que se viene agrupando en torno de la lucha por la paz con justicia social. Imponer un cese el fuego bilateral, arrebatando de las manos de los enemigos del proceso, el pretexto más socorrido en el pasado para provocar el fracaso de la reconciliación nacional y la reconstrucción de la patria.



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