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Lo que esperan los de arriba de las víctimas

Análisis
Por Gabriel Ángel 

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Gabriel Ángel«La clase dominante se identifica en el enemigo común. La idea clara es reducirlo a la más vulgar de las condiciones, parias despreciables a los que nadie se aproxime»

El paramilitarismo no existe, ni siquiera sus crímenes sucedieron, ni los vínculos del Ejército Nacional, la Armada, la Fuerza Aérea, la Policía, el DAS, la temible SIJIN y demás organismos secretos de seguridad e inteligencia del Estado, con el plan nacional de exterminio y despojo cumplido en Colombia durante por lo menos los últimos treinta años. El Estado colombiano se ha lavado la cara, los personeros más descarados del crimen atroz son gente muy respetable.

Son senadores del la República, embajadores, prósperos empresarios, generales en uso de buen retiro, conferencistas en foros internacionales, expertos contratados por gobiernos extranjeros. Forman una red tenebrosa incrustada en cada una de las instituciones oficiales, en los grandes medios de comunicación, en los partidos políticos y movimientos que dominan el país. Son gente decente, académicos de talla internacional, representantes de la virtud y la moralidad sin tacha.

Los únicos actores y responsables de la violencia política y social en Colombia son los detestables guerrilleros con quienes el gobierno del Presidente Santos, en un gesto de generosidad incomprensible, adelanta conversaciones en pro de su desmovilización y desarme. Como si se pudiese esperar algo bueno de gente como esa. Como si todavía hubiera en este país almas tan cándidas dispuestas a creer en la buena fe de semejantes encarnaciones de Satán.

Así, sin el menor rubor de vergüenza, se desata en nuestro país una embestida  sin antecedentes contra la verdad. Las más cotizadas plumas de la gran prensa aguzan su inteligencia para expresarlo del modo más contundente. Los más altos funcionarios del gobierno carraspean unos segundos antes de lanzar su andanada. Las víctimas, nada más sagrado que ellas, por fin van a lograr su justa reivindicación, por fin estarán cara a cara con sus victimarios.

Que no son otros que los insurgentes, los perversos colombianos que con su alzamiento dieron lugar a la marejada sucesivamente creciente de muerte y horror. Ah, los males que se hubiera ahorrado la patria si en la mala cabeza de esos hijos descarriados no se hubiera metido la idea de rebelarse contra el régimen democrático. Cuán lejos andaríamos en el desarrollo, en progreso, en bienestar y tranquilidad para todos. De eso se trata, es eso lo que urge probar.

Y en ese compromiso se encuentran empeñados todos los beneficiarios del régimen. Y lo que es peor, los que sin serlo se sienten como si lo fueran, y los que aspiran a serlo sumándose sumisos a esta trama delirante. La gran coalición que condujo a Santos a la reelección, excluyendo por obligatoria prudencia a los sectores más consecuentes de la izquierda, sumada a la gran coalición que rodeó al candidato Zuluaga, coinciden absolutamente en ese mismo objetivo.

Se trata de salvar su prestigio, su buen nombre, su respetabilidad internacional, y con ella la de las instituciones colombianas. La clase dominante se identifica en el aspecto fundamental, el enemigo contra el cual hay que unir fuerzas sin titubeo alguno. La idea clara es machacarlo por completo, reducirlo a la más vulgar de las condiciones, la de repugnantes parias a los que resulte imposible, por elemental higiene moral, aproximarse de algún modo.

Tras eso debemos agradecer la misericordia de permitirnos hacer política, claro, a los pocos que salgan indemnes de las penas y el estigma. El plan está listo, largamente preparado, a las puertas de transformarse en realidad incontrovertible. Las FARC no somos como los talibanes afganos que extrañamente jamás fueron considerados terroristas por el Imperio. Ni como las AUC que recién acaban de ser excluidas de esa lista negra. A todas luces somos peores, lo decidieron ellos.

¿Quién recuerda las hordas paramilitares invadiendo el Catatumbo, asesinando, incendiando, violando mujeres, torturando, desplazando millares y millares de pobladores por cuenta del terror? ¿A quién le interesará indagar por el apoyo permanente de la fuerza pública y la clase política de Norte de Santander y el país a semejante matanza? ¿Acaso a las columnistas estrella que se atrevieron a comparar a Carlos Castaño con el Libertador Simón Bolívar?

Las gentes llevadas por ellos a ocupar las tierras arrebatadas contarán en cambio con toda la difusión mediática. Porque las guerrillas, tras el desigual enfrentamiento contra Ejército y paramilitares unidos, entraron después a expulsarlas para volver las tierras a los legítimos poseedores. Ahora, rodeadas de la límpida aura de víctimas, cargadas en hombros, se aprestan a conmover al país por la injusticia despiadada cometida contra ellos.

¿Alguno recuerda a Peque, en Antioquia, asediada completamente durante meses por las bandas paramilitares, víctima de la matanza cotidiana, mientras los mandos militares declaraban a la gran prensa que allí la vida transcurría en normalidad? ¿O a las comunidades negras del Alto Naya, perseguidas y cazadas como animales de presa por las operaciones conjuntas de paramilitares y tropa regular, desterradas y humilladas sin que las autoridades nacionales movieran un dedo?

Ni siquiera puede hablarse de decenas, sino que son centenares y miles las historias del mismo corte, hasta el punto de alcanzar a seis millones el número de las víctimas de semejante bestialidad. Ahora resulta que nada de eso es verdad. Las víctimas verdaderas que se aprestan a brotar a la luz, son los paramilitares y soldados mutilados por las minas sembradas a su paso por la guerrilla para frenar su avance demencial contra la población inerme.

Los menores explotados y lastimados de mil modos distintos por la injusta realidad económica y social creada por las clases en el poder, que ingresaron a las filas guerrilleras refugiándose de la miseria y la violencia desatadas contra sus familias, capturados algún día tras sobrevivir a violentos bombardeos y operaciones de ocupación masiva, sometidos al chantaje y las presiones de toda índole, serán la prueba a relucir sobre reclutamiento forzado y demás vilezas insurgentes.

Porque en Colombia jamás existió ni existe persecución, muerte y terror, desatadas por razones políticas o económicas desde las más altas esferas del Estado, e inspiradas y estimuladas por los intereses norteamericanos. Las tétricas Escuela de las Américas, Doctrina de Seguridad Nacional y guerras continentales de prevención contra comunismo son productos de imaginaciones truculentas. Aquí no ha habido ni la más remota excusa para invocar alzamientos.

En Ruanda conmemoran veinte años de la espantosa matanza racial adjudicada a odios irracionales, y se presenta al país como modelo africano de inversión extranjera en minería e infraestructura, con una economía en franco auge. Los hutus y los tutsis sobreviven entre la miseria y el miedo mientras unos cuantos celebran el éxito económico. Me recuerda a Colombia, porque es evidente que los logros de la economía capitalista transnacional, se fundan en los más horrendos crímenes contra los pueblos. Siempre se los podrá culpar a ellos mismos, y qué.


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