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La escuela de educación artística del Sumapaz: Una memoria desde la vida Crónicas de niños.- II entrega

Análisis
Por Luz Marina López
Para La Alianza de Medios y Periodistas por la Paz con Justicia Social

En el Sumapaz, la localidad rural de Bogotá que es un inmenso páramo, el reservorio de agua y nacimiento de ríos más rico de Suramérica, dos circunstancias  han conspirado contra la felicidad de sus habitantes todos campesinos: 


Una, que es la zona más militarizada del país, al punto que se la ha llamado la prisión a cielo abierto más grande del mundo. Esto, en razón del talante rebelde de esa comunidad  desde cuando se asentó  allí hace más de sesenta años y colonizó el territorio. Llegaron  desplazados de sus lugares de origen por  su militancia liberal, la que no fue óbice para que el directorio liberal  de entonces que fingía apoyarlos, se uniera a los gobiernos conservadores y militar de entonces y posteriores para perseguirlos cuando ya no les fueron útiles en sus reyertas partidistas, y cuando en el nuevo suelo hicieron una reforma agraria sin pedirles permiso, expropiando a  latifundistas liberales y conservadores. A esta desconfianza oficial sobre los sumapaceños, se suma el hecho de  que hasta hace más de veinte años, en lo más profundo de esas soledades tuvo asiento el secretariado de las FARC-EP y su máximo comandante Manuel Marulanda.


Y la otra circunstancia -¡por si hiciera falta una segunda!- que conspira  contra el derecho de esa comunidad a discurrir tranquila  su vida en el apacible paisaje, es ¡quién lo creyera! aquella con la que comenzamos esta crónica: constituye un invaluable  y cada vez más cotizado venero de agua. Y sobre él ya pusieron los ojos las multinacionales que viven de la explotación del preciado líquido. Y claro, para ello cuentan con la anuencia del gobierno.


Entonces el plan secreto –inconfesable- para el Sumpaz de los últimos gobiernos neoliberales, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, es el indispensable despoblamiento del páramo en el buen propósito del fin superior, su entrega a las multinacionales en aras de su enriquecimiento a costa de los  recursos naturales de este tercer mundo. Y a  ese “alto” propósito se le dan conspicuos nombres; dos conceptos  como dogmas sacrosantos y por ende intocables: confianza inversionista y seguridad jurídica.


Se entiende entonces por qué la militarización del Sumapaz y el diario hostigamiento de sus inermes habitantes. Hay que desocupar el páramo. Y para eso está el ejército. 


Y en medio de ello, a pesar de ello, discurre la vida. La Escuela de Educación Artística, obra de la Alcaldía de la Localidad ejecutada por la Universidad Distrital de Bogotá, trajo regocijo y esparcimiento a niños y adultos en el páramo mientras tuvo vigencia. Estas crónicas, memoria de ello.


I

El transportista



Edgar Iván es un personaje. Es de la vereda Raizal y tiene doce años. Pero bien pudieran ser veinticinco. Tiene el rostro adusto, el ceño fruncido y la piel cuarteada por el frío. Se adueñó del cargo de ayudante del bus, y aunque en la ruta no existe ese cargo ni es necesario y en cualquier caso no lo desempeñaría un  niño, él lo creó, se auto nombró  y lo ejerce con lujo de competencia. Así Edgar Iván – él se presenta como Esgar-, hace la ruta de pie al lado de la puerta –ésta cerrada, claro-  con una bayetilla roja sobre el hombro que saca por la ventana y agita cuando nos acercamos a un sitio del ancho páramo donde hay pasajeros.


“El Esgar” nos enseñó otras rutas: Peñalisa, el Carmen, Betania. Conoce cada atajo y sabe llegar a sitios dónde encontrar estudiantes para la Escuela de Educación Artística así haya que esperarlos, esperas  que Alirio Rey  hace amables con su buen talante. Hasta que  lo vemos aparecer corriendo por una pendiente seguido por varios niños y sus perros, todos jadeantes pugnando por subirse primero al bus de la alegría. El niño esboza una sonrisa de éxito: ha traído a las familias Micán, Poveda y Román; doce en total. Rubiela la mayor de las Román, va con su niño, sus hermanas y primos.


Entonces, el cargo creado y desempeñado por Edgar - bueno Esgar-, no fue  superfluo. Resulta que él fue un apoyo valioso en una de las labores más difíciles del proyecto. Como allí no hay centros urbanos donde  se congreguen los niños para ser recogidos, sino que  es un inmenso campo con viviendas aquí y allá a lo largo de una carretera de la cual se desprenden  caminos hacia solitarias casitas, saber dónde viven los niños, cuál el atajo para llegar a ellos y  el lugar dónde recoger a los de un mismo punto, es asunto de gran valor. Es diseñar la ruta. Y Esgar Iván, el niño de doce años, fue el hombre para ello. 


Así, mientras transcurre la clase de danza y Jakeline Vega con el folclor esparcido en el cuerpo va iniciando a los niños en el arte del ritmo y el movimiento, Esgar Iván al tiempo que se menea al vaivén de la tonadilla, se traslada a otro mundo y  sueña… que cuando sea grande va a ser  ayudante de bus. 



II


Los cineastas


Los ojos de Alejandro, traslucían su emoción ante tantos pequeños pugnando detrás de su cámara. No  se querían perder un instante  de devorar ese paisaje que les era tan familiar pero ahora estaba tan insólitamente cerca. Juzgaban mentira, arte de magia, quizás de brujería, que  el lente les trajera ahí cerquita,  “ahí no más”, la inmensa montaña que estaba mucho más allá. El profesor no podía contener la risa cuando los niños ante el visor mágico, alargaban las manitas para coger las hojas de frailejones que estaban ahí no más, apenas a centímetros. Parecían sentir su olor y su humedad.


La algarabía más grande fue la que armaron cuando se filmaron unos a otros. Al verse luego, tal como son: “cacheticolorados”, rollizos, con enormes sombreros en sus pequeñas cabezas, botas “pantaneras” hasta la rodilla y  su compañera inseparable la ruana de lana de ovejos criados por ellos, se carcajeaban hasta caerse, burlándose todos, unos de otros al contemplarse en  imágenes de cine, como actores de verdad.


En ese momento los pequeños alumnos descubrieron que existe una máquina que atrapa las imágenes tal y como son, con sus formas, colores y movimientos, y que una lente las acerca o aleja. Se ven, y al reconocerse descubren el mundo fantástico del cine y la televisión. Comprenden que cualquiera de ellos puede convertirse en camarógrafo, videógrafo, y por qué no, actor o director.  


Alejandro Botero regresa con su cámara a Bogotá y los niños vuelven al campo, a su rutina diaria: recoger papa, ordeñar las vacas, traer la leña y hacer el fuego.  Para ellos se ha roto el hechizo… pues saben que algún día podrán contar una historia con imágenes: la suya propia, la del querido páramo, la de los conejos silvestres…


Mientras la cámara con su lente continúa en el  juego de atrapar instantes, allá en la vereda La Unión, Violeta Parra, la niña que con su madre María Sol  cruzó medio país para radicarse en el  Sumapaz donde  de un galpón hicieron una tienda de otra época y otro mundo, seguirá extasiada al constatar que aquí como en Nariño, “el  verde es  de todos los colores”. Entonces en su cuaderno donde va terminando el último de sus cuentos, entre una arboleda ve asomarse los girasoles. 


Entre tanto, los padres de esos niños  y sus hermanos mayores, están reunidos en el Sindicato Agrario, SINTRAPAZ, porfiando en su larga gesta para  que se haga verdad el mandato constitucional de la Soberanía Popular.  Y en ejercicio de ella, seguir reclamando el derecho a que Sumapaz, de acuerdo con la ley que las autorizó, sea declarada Zona de Reserva Campesina. Para poder vivir y producir con autonomía y apoyo  del poder central, la desmilitarización del territorio y la garantía de que no será entregado a la explotación minera. Y para que las lagunas sagradas de los Muiscas y los Chibchas sigan allí invioladas como desde hace milenios, bajo la mirada complaciente de Bochica y Bachué los padres fundadores que les enseñaron cómo vivir en  paz en su cercado. 

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