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La Escuela de Educación Artística de Sumapaz: memorias desde la vida. Crónicas de grandes. Tercera parte

Análisis
Por Luz Marina López Espinosa 
Para La Alianza de Medios y Periodistas por la Paz


"La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido". Jorge Luis Borges 

 


La narradora

En la vereda Las Vegas del corregimiento de San Juan, parte alta del páramo de Sumapaz, en el  Colegio Erasmo Valencia, una joven campesina, madre ya, participa en la Escuela de Educación Artística. No es lo corriente porque aunque está dentro de la edad, el hecho de que casi la totalidad sean niños, inhibe a los jóvenes adultos de inscribirse. Aunque se da el caso de coincidir padres e hijos en el mismo módulo donde un docente les motiva a participar en el mundo maravilloso de las artes,  pintar, danzar,  hacer teatro o música. Resultan así condiscípulos, y la madre toma aires de nueva  superioridad riendo orgullosa cuando alguien le dice que resultó más hábil que su hijo. 


La disciplina artística con menor demanda es la literatura. Y es comprensible. En una región tan auténticamente rural, encerrada en sí misma y donde la actividad de sus habitantes se centra en la producción  de subsistencia, no ha habido espacio –anímico quiero decir-, para lo que pareciera una veleidad. La literatura, “¿qué será eso?, ¿para qué servirá?”, se indagaría un campesino del páramo. Sin dejar de anotar que la localidad está bien dotada de establecimientos educativos oficiales, y que desde hace una generación los jóvenes que quieran cursan y culminan muy competentemente los estudios secundarios. De hecho ya hay un numeroso grupo de egresados de esos colegios que  exitosamente terminaron carreras universitarias en Bogotá.


Pero lo que iba a decir era otra cosa. Ha habido muy pocos interesados en las jornadas de literatura. Entonces, John Jairo Montiel el maestro de esta especialidad, preocupado por la poca demanda de su producto, invitó a los niños,  jóvenes y adultos presentes a un juego. Así los introdujo a su salón y de forma lúdica y sencilla comenzó a explicarles qué es la literatura, lo bonita y accesible que era sin necesidad de ser doctos, así como a motivarlos con casos donde un simple suceso de la cotidianidad deviene en obra literaria. Por ejemplo, les dijo, literatura es lo que hacemos, lo que imaginamos, lo que sentimos o soñamos. Y escribirlo, dándole un orden, una forma o sentido que  tenga para nosotros, así no sea el convencional ni el que resulte lógico para los demás. Por ejemplo, podemos escribir que las vacas vuelan y que las vamos a arriar de allá arriba para que bajen a comer. Y que luego vuelvan a subir para que los querubines las ordeñen. ¿Mentira? ¡Qué va!!! ¡Literatura!!!. Todos podemos entonces ser escritores remató el profesor Montiel.


Y ahí ocurrió el milagro. La magia del arte escondido pero latente en la vida, aún en la de aquellas personas  en las que no pareciera por rústicas y elementales,  prejuicio demolido con las muchas expresiones artísticas de  ellas nacidas, ¡hizo eclosión! La joven madre presente que quería participar en la Escuela pero no tenía idea en qué, al oír al profesor que las vacas volar era  una posibilidad cierta,  exclamó muy enérgica y segura: “Entonces yo puedo ser escritora profesor. Porque así, a ese sinvergüenza de mi marido cuando vuelva a llegar borracho, lo voy  a poner es a volar”.


John Jairo sintiendo que la red había sido bien lanzada y  la pesca barruntaba abundante, llamó  a otra  joven madre a que diera la razón de por qué alzaba la mano para apuntarse a literatura. “Porque yo en la madrugada arreo  las vacas debajo de mi cama” fue su sorprendente respuesta. El profesor  intrigado se rascó la cabeza y antes de que pudiera pedirle que explicara cómo era la cosa, la vivaz campesina se adelantó. “Escúcheme”. Y comenzó:


“Allá en nuestra casa en Las Vegas, todos, personas y animales, estamos acostumbrados al intenso frío del páramo. No nos hace mella como a ustedes que vienen de Bogotá, y en cambio nos gusta este clima. A veces sin embargo el frío es más fuerte que de costumbre, y entonces simplemente nos abrigamos un poquito más. Yo no sé si a los animales les pasará lo mismo de corrido, pero lo cierto es que hay una circunstancia en la que  a las vaquitas les sienta mucho el frío y ahí nos piden abrigo. Es cuando van a parir y la noche está muy lluviosa. Entonces, así nos hayamos acostado, trancado la puerta y apagado el fogón, se acercan y le dan suaves topes a la puerta como lo haría un cristiano, al tiempo que emiten largos y lastimeros mugidos. ¡Falta hiciera que supieran hablar! Nosotros ya sabemos,  y el que esté más a la mano se levanta y quita la tranca. Los animalitos ya  saben, y antes de que se abran las hojas, empujan y entran cabeceando suavemente en lo que leemos  las gracias que nos dan.


“La casa es un salón más o menos grande, quiero decir, que es un solo espacio donde se distinguen los distintos servicios: aquí la parte más amplia es el dormitorio separadas unas camas de otras por cortinas de fique, enseguida el comedor, la “sala” y el fogón con sus brazas siempre encendidas. Más allá en una esquina el  telar donde mi madre nos hace los vestidos y las manualidades de lo preciso en el hogar, y a continuación un como corredor que da a la puerta. Por ahí entran las vacas  con gran confianza, sin tropezar ni dañar nada y se dirigen a la parte más abrigada y acompañada. ¿Cuál más puede ser? Donde dormimos. Se echan en los espacios entre las camas. Se les nota la satisfacción. Nosotros las consideramos tan parte de nuestras vidas, que su presencia no nos causa molestia alguna y en esas noches estamos más acompañados y abrigados.


Por la mañana las vaquitas como que no se quieren salir de lo amañadas que están. Entonces tengo que arrearlas con voces y sonidos que uno aprende y son como un idioma que ellas entienden. “Achitoy, achitoy” les grita uno, y con una ramita les da en el lomo. A veces se quieren quedar en ese lugar tan calientito, se les nota el desgano de salir al frío del ambiente. Pero como no se pueden dejar ahí porque  hay que ordeñarlas y llevarlas al potrero, las acosamos un poco y no hacen repulsa. Sólo que en ocasiones creen que metiendo la trompa debajo de la cama y quedándose quieticas uno no las ve y las deja en paz, y entonces toca arrearlas de ese lugar.


“¿Comprende profesor por qué yo digo que arreo las vacas de debajo de mi cama?”, remató circunspecta, mientras  John Jairo se seguía rascando la cabeza maravillado de ver la literatura de la vida respondiendo a la ficción que él había aventurado.
                 

Y , entonces fue cuando comprendimos y aprendimos que  “La literatura es el arte de la palabra”.


Alianza de Medios por la Paz


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