Comunicado
Tomado de FARC
Por Timoleón Jiménez - Timo
Intervención del presidente de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), Rodrigo Londóño, en el Seminario Internacional del Centro de Pensamiento y Seguimiento al Diálogo de Paz.
Señores y señoras asistentes
Seminario Internacional del Centro de Pensamiento y Seguimiento al Diálogo de Paz:
Concurro a la instalación de este seminario, gracias a la gentil invitación del Centro de Pensamiento y Seguimiento al Diálogo de Paz de la Universidad Nacional. Me presento aquí en mi condición de Presidente del Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, FARC, nacido del Acuerdo Final de Paz, suscrito entre el Presidente Juan Manuel Santos y mi persona, cuando ejercía como comandante en jefe de las FARC-EP.
Quiere esto decir que represento una de las partes que se sentó a la Mesa de Conversaciones de La Habana. A uno de los actores principales del conflicto armado colombiano. Quizás no sea exagerado afirmar, que dejando de lado al Estado y las fuerzas que paralelamente obraron de su lado, hayamos sido las FARC los más importantes protagonistas de la confrontación, y por ende quienes más autoridad podríamos invocar para hablar de esta.
El término actores del conflicto, incorporado en algún momento al léxico académico sobre el desangre colombiano, puede resultar indicativo de la forma como estudiosos y expertos, asumieron durante décadas el drama de nuestro país. La guerra insurgente y contrainsurgente se transformó en un objeto de estudio, sometido a la disección académica, y por tanto ajeno a apreciaciones de índole subjetiva o política. O como se diría en viejos tiempos, ajeno a concepciones de clase.
En contraste con décadas atrás, cuando la ciencia social emanada de las universidades y los círculos académicos, se hallaba impregnada de enfoques partidarios, casi se podría afirmar que tras los grandes acontecimientos históricos, que enmarcaron la caída del muro de Berlín y la Unión Soviética, con su consabido discurso sobre el fin de la historia y la muerte de las ideologías, terminaron por imponerse un tipo de análisis asépticos.
Muchos expertos optaron por apartarse lo más lejos posible, de cualquier simpatía hacia una insurgencia que consideraron digna del parque jurásico. Y que al tiempo se sumaron al coro que desde el poder, señalaba a la rebeldía como un conjunto enajenado carente de razones, y envilecido de la peor manera por prácticas deshumanizadas. Desde las montañas donde luchábamos, oímos como el lenguaje de la globalización neoliberal lo invadía todo.
Con el tiempo veríamos cómo la antaño guerrilla revolucionaria, pasaba a ser descrita simplemente como uno más de los grupos armados al margen de la ley, ley que de pronto adquiría la fuerza de la razón dominante, con independencia de sus contenidos abiertamente injustos. Sólo para referenciar lo dicho, me permito citar la ley 100 de 1993, que convirtió la salud pública en negocio privado legítimo, simultáneamente con nuestra definición como agentes violentos.
Del mismo modo la lucha popular pasó a ser vista con innumerables prevenciones. Los obreros organizados en sindicatos comenzaron a convertirse en una plaga devastadora que impedía el desarrollo empresarial. Los campesinos en hordas ambiciosas que anhelaban la tierra fundada con tantos sacrificios por terratenientes y gamonales. Cuando no en sembradores de cultivos ilícitos al servicio del narcotráfico internacional o la avaricia de una insurgencia descompuesta.
La reforma agraria reclamada en América Latina con tanta fuerza desde la revolución mejicana, se trastocó en una consigna pasada de moda, mientras las reformas laborales arrasaban con los derechos de los trabajadores a un salario y una vida digna, abriendo las puertas a la precarización. El Estado de bienestar se derrumbaba ante la ola privatizadora, acusado de corrupción e ineficiencia. El paradigma social pasó a ser el empresario multimillonario.
Los campos de Colombia se llenaron de grupos paramilitares, cuyo papel histórico no fue otro que el despojo de los propietarios rurales, en beneficio del gran capital inversionista, mientras en todo el país cundió el terror por cuenta del crimen contra el pensamiento y la organización diferentes. El régimen político colombiano alcanzó altísimos niveles de deslegitimación, por cuanto fue imposible escamotear la participación del Estado en prácticas sistemáticas de aniquilación.
Como movimiento revolucionario regido por principios éticos, nos vimos obligados a soportar la embestida general que nos convirtió en poco más que monstruos horripilantes. Todas las violencias, físicas y morales, fueron desatadas contra nosotros sin medida alguna. La apuesta general fue por nuestra desaparición ideológica, política, física e histórica. Pocos doctores creyeron en nuestra causa por la paz, la democracia, la justicia social y la soberanía.
Resistimos todos los odios, violencias y propagandas contra nosotros. Toneladas de bombas y metralla, de difamaciones, judicializaciones, crímenes y traiciones. Ningún movimiento político o grupo de ninguna naturaleza fue objeto de tal cantidad de persecuciones y bajas. Nos defendimos de cuanta violencia fue concebida contra nosotros, sin haber conseguido siempre librarnos de sus efectos devastadores. Atacamos esa estructura cada vez que pudimos.
En unas condiciones supremamente difíciles para nosotros. A veces con resultados fatales sobre comunidades y personas, a quienes jamás tuvimos intenciones de lastimar de algún modo. Enfrentar una guerra de exterminio con recursos insuficientes, no siempre produce el resultado deseado. La vida en medio del fuego en la selva adquiere dimensiones, que desde la óptica de los escritorios en una gran ciudad requieren un gran esfuerzo para su comprensión.
A todo ello fue lo que logramos poner fin con las conversaciones de paz. Sentimos una especial satisfacción por lo alcanzado. Todo el poder del Estado y sus aliados extranjeros, resultó incapaz de impedir que termináramos siendo reconocidos como actores políticos legítimos. Y que ocupáramos un puesto respetable en unos diálogos de paz, sin vencedores ni vencidos. Nuestras convicciones y perseverancia terminaron por conducirnos al Acuerdo Final, con reconocimiento mundial.
Desde luego que nada de esto hubiera llegado a feliz término, sin la existencia de un movimiento nacional por el fin de la violencia en nuestra patria. Sabíamos que en gran medida para el Establecimiento, el propósito esperado era otro. Pero otras fuerzas latentes en la nación jugaron en esto un papel determinante. Las movilizaciones campesinas e indígenas, de negritudes y masas urbanas inconformes con el estado de cosas, el movimiento nacional de víctimas del Estado, los anhelos de cambio y regeneración expresados en mil formas jugaron un papel decisivo.
Es que en Colombia no estuvieron enfrentados durante más de medio siglo, dos o más ejércitos en pugna, como quisieran hacerlo ver siempre intereses dominantes. A contrapelo de estas posiciones, hay que afirmar que la lucha popular existe, que la resistencia de los pueblos contra las políticas de despojo son una realidad, que hay inmensas multitudes afectadas por el modelo económico, social y político, que se resisten al orden de cosas impuesto y se empecinan en cambiarlo.
Es eso lo que ha hecho posible la firma del Acuerdo Final. Las FARC, pese a la resistencia en admitirlo, no somos nada distinto a ese torrente transformador que late en Colombia. Y es por eso que quienes se oponen de manera frontal a los acuerdos alcanzados en La Habana, no sólo persiguen tercamente la aniquilación de su adversario en la guerra, sino la derrota definitiva de los clamores por una sociedad más equitativa y democrática.
Una guerrilla que dejó las armas y se convirtió en partido político legal, que transita por enormes dificultades para conseguir del adversario el cumplimiento de su palabra, es reflejo fiel de la histórica tendencia al engaño, por parte de los dueños del poder y la riqueza en la historia colombiana. No es a las FARC a quien quieren faltarle las clases dominantes en nuestro país, es a un pueblo que por siglos ha soñado y lucha por un destino distinto.
Porque somos expresión de un anhelo de cambio nacional, interpretamos lo acaecido el domingo anterior, como el primer paso hacia un cambio de horizontes en nuestro país. Colombia se sacude en un difícil parto por dejar atrás las viejas prácticas políticas, por abrir los espacios a nuevas fuerzas y propuestas, que rompan el estrecho marco de sometimiento al que históricamente ha sido obligada. Los Acuerdos de la Habana abrieron esta posibilidad y eso no puede negarse.
Reconocemos la importancia de los análisis metodológicos en torno a las conversaciones de paz. Científicos sociales y académicos tendrán mucho qué decir al respecto. Pero queremos hacer notar, que más que un examen de las formas que se sucedieron durante las conversaciones de paz, de las que podrían derivarse fórmulas importantes aplicables a otras experiencias, todas ellas carecerían de sentido, si no se examinan las condiciones materiales de la lucha social en el trasfondo.
Escuchábamos en días pasados a un reputado analista, reconocer en el Presidente Santos a un hombre que había cumplido con la palabra empeñada, para acceder a su segundo mandato. Para él, eso resultaba suficiente para concederle un lugar en la historia. Puede que les incumplan a las FARC, agregaba, puede que los extraditen, lo cual es malo porque los Acuerdos deben honrarse. Ese, en nuestro parecer, es el mayor defecto de los exámenes meramente metodológicos. Una academia consciente de ello, significará mucho para el futuro de Colombia.
Muchas gracias.
Rodrigo Londóño - Timo
Presidente de la Fuerza Alternativa revolucionaria del Común.
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