Análisis
Tomado de Las 2 Orillas
Por Gabriel Ángel
Las clases dominantes están a punto de echar por la borda el más grande esfuerzo de la nación por salir del atolladero; media Colombia aspiraba seriamente a una verdadera reconciliación
Definitivamente Colombia es un país único y sorprendente. Solamente aquí suceden las cosas que vemos. Basta con repasarlas un poco para concluirlo. Primero se libra en su interior una guerra de más de medio siglo, que tiene como costo cerca de ocho millones de víctimas, dentro de las cuales se cuentan oficialmente más de 220 000 asesinados.
Víctimas por cierto, que no incluyen a los insurgentes, es decir los guerrilleros, milicianos y colaboradores eliminados mediante prácticas salvajes, torturados, desaparecidos, despojados, encarcelados en virtud de montajes judiciales, en fin. Sin importar que su número se cuente por millares y millares. Leyes de la República y probos funcionarios se encargaron de evitarlo.
La larga confrontación, tal y como terminaron por concluirlo académicos de todas las procedencias y políticos de las más diversas tendencias, tuvo como origen la exclusión política de un importante sector del país. Tal certeza tomó tanta fuerza que no hubo jefe de facción política que dejara de invitar a la insurgencia a cambiar sus armas por votos dejando atrás la guerra.
Hasta Uribe, de lo que dan cuenta innumerables videos y grabaciones. Podríamos afirmar que fue esa convicción, que caló lentamente en el alma de toda la nación, la que movió a la búsqueda de una salida política al conflicto. De hecho las conversaciones en La Habana tuvieron ese contenido inserto desde su comienzo. La guerrilla debía dejar las armas para poder hacer política.
Y fue eso lo que se firmó finalmente en el Teatro Colón. El Estado colombiano asumió el compromiso de rodear de garantías físicas y jurídicas a la insurgencia, para que esta dejara las armas y se convirtiera en un partido político. La Corte Constitucional determinó la forma en que debía refrendarse tal Acuerdo para obtener plena validez.
Y el Congreso de la República en pleno, por mayoría abrumadora, obró de acuerdo con lo determinado por la Corte, elevando lo firmado a un tratado de paz que el Estado se obligaba a cumplir. Más de una vez escuchamos al presidente afirmar que no compartía las ideas de las Farc, pero que lo daría todo porque gozaran de las garantías para exponerlas en la civilidad.
Su esfuerzo le valió el Premio Nobel de Paz. Y al país el reconocimiento mundial. Las Naciones Unidas, el gobierno de los Estados Unidos, la Unión Europea, la Celac, Unasur, El Vaticano, innumerables gobiernos y organizaciones humanitarias de todo el planeta, académicos y personalidades de todos los matices nos consideraron ejemplo a seguir.
Las Farc nos obstinamos en cumplir con lo nuestro. Todos conocen los sacrificios que soportamos con las zonas y la forma como honramos nuestros compromisos sobre dejación de armas y demás. Sin invocar los incumplimientos y tardanzas del Estado para ensombrecer nuestra seriedad. Y pese a las agresiones de todo orden de que comenzamos a ser objeto.
Es por ello que carece de sentido y de cualquier presentación la actitud asumida por diversas instancias estatales. Lo de la Fiscalía y su labor entorpecedora y saboteadora mueve al asombro. Lo del Congreso resulta descorazonador. Lo de la ponencia que se prepara en la Corte Constitucional da para encender todas las alarmas.
¿Es un propósito general del Establecimiento impedir que las Farc hagamos política legal? ¿No se percatan de que con eso el Estado en su conjunto se infamaría por completo, que acabaría por deslegitimarse nacional e internacionalmente? Si los Acuerdos de La Habana buscaron fortalecerlo con una profunda inyección democrática, legitimándolo ante propios y extraños.
Las clases dominantes en Colombia están a punto de echar por la borda el más grande esfuerzo de la nación por salir del pantano en que se encuentra. Resulta inconcebible que no den cuenta de ello. Media Colombia aspiraba seriamente a una verdadera reconciliación, y lo que está recibiendo es una bofetada en el rostro. Nadie puede esperar que no suceda nada.
La Farc está llamando al pueblo colombiano a pronunciarse para evitarle una nueva tragedia a la patria. Es evidente a estas alturas que hay un poder en la sombra que anhela retornar por los fueros de la violencia y el horror, al que poco o nada le importa el sufrimiento de una nación. Nos corresponde salirle al paso, con la voz de la razón, sin armas, con toda la fuerza de la paz.
Hoy más que nunca se requiere un clamor nacional. Que detenga los odios insensatos, que mueva a la cordura, que impida el desastre al que quieren conducirnos. Ni siquiera se trata de que la Farc alcance el poder en una próxima contienda electoral. Se trata simplemente de que todos podamos convivir en un país sin violencias, sobre unas reglas básicas de respeto.
Eso, y nada más fue lo que consagraron los Acuerdos de La Habana. No dejemos que la cizaña ahogue con su veneno el hermoso sueño de paz en Colombia.
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