Cuento
Mauricio Sierra S.
Aquel día Pedro se levantó con la sonrisa florecida. Le pareció que el sol brillaba más, que el aire era más vital y que las sementeras de color morado de su finca le estaban cumpliendo una promesa. No era para menos: frente a él estaban los catorce recolectores de papa, que había mandado buscar a las veredas cercanas, listos a recoger la cosecha. La cosecha de Pedro.
Se había endeudado con los bancos de la ciudad y también con prestamistas particulares; debía dinero en la tienda de abarrotes, en la de insumos agrícolas y en la ferretería. También debía el forraje de las bestias y había sacado fiados los empaques. Había trabajado de sol a sol y había vigilado el cultivo hora por hora como el que cuida a un recién nacido. Hoy, la flor de la papa pintaba de morado y llegaba el día feliz de la cosecha. El campo le sonreía y él le sonreía al campo.
Dichoso es Pedro y dichoso el día, dijeron sus vecinos. Decenas de sacos vacíos se posan a lado y lado de los surcos de aquel horizonte donde la vida se desborda por todos los poros de la tierra en onduladas colinas sabaneras. Los 14 obreros se doblan sobre el campo y recogen el fruto que la tierra entrega casi alegre, y van llenando, uno a uno, cada saco. Y, uno a uno, los sacos son subidos a un camión Dodge 600 que los llevará al mercado de Abastos en Bogotá.
Hoy Pedro ha estrenado sombrero nuevo. Se ha puesto su ruana de lana sin cardar, ha dejado sus alpargatas y luce los botines de bajar al pueblo. Estas galas y una cerveza en la mano son para él el trofeo por el esfuerzo de seis meses de dedicación constante a su cultivo.
Pero no todo está resuelto. Frente a Pedro esta sentado la Liebre. Es Roque Maldonado, un comerciante dueño de un camión 600, que va Siembre siempre en pos de las cosechas. Sombreo pelo e guama, ruana nueva, un anillo grande de oro de 18 kilates, voz de mando y torso robusto lo confirman como hombre de negocios.
Roque ofrece la primera tanda y saca su libreta, atento a hacer las cuentas del negocio. Pedro le informa que el total de bultos de papa son 312; acredita la calidad de su papa como de las mejores del sector y pide por cada bulto la suma de 5 mil pesos. Roque en un animal de comercio. No por nada le dicen La liebre. Mira a Pedro, estudia su rostro y habla con medida cortesía. Se queja del precio de la gasolina. Llama infeliz al Estado. Abomina de los costos abusivos de las llantas, los repuestos y el rodamiento. Maldice los peajes, el precio del descargue y le recuerda la sobreoferta en Corabastos en donde, dice, le pagarán, si está de buenas, los mismos cinco mil pesos que Pedro pide como paga. Así que 5 mil pesos es un precio excesivo. El no puede trabajar a pérdida. Pedro calla y mira para el suelo.
Por último, Roque parte con su Dodge 600 cargado y con una amplia sonrisa en sus mejillas: ha logrado un precio de 4.200 pesos por cada bulto de papa.
Llega a Corabastos y busca a Juan Bautista, su cliente de siempre: le anuncia que le trae algo verdaderamente barato. Una ganga: Papa y de la mejor a 9 mil pesos bulto. Pero Bautista sabe que ese no es el precio final y logra, al cabo de una pequeña puja, comprar toda la carga a 8.400 pesos la unidad.
Bautista, a su vez, es proveedor de los supermercados del norte, de varios restaurantes y de algunos contratistas de la ciudad. Uno de estos se llama Antonio Urrea. Este se aparece con su camioneta Toyota de estacas. Mira la calidad de la papa. Tiene un cliente exigente y le quiere llevar un producto de la mejor condición. Y como la mercancía cumple el requisito, no pide rebaja. Urrea es hombre expeditivo. Compra 312 bultos de papa del cultivo de Pedro a 16.800 pesos la unidad y los paga de contado. Antes de medio día recoge el pedido en un camión de su empresa. Este se dirige a sus bodegas donde reempaca el producto en bolsas estampadas y lo envía a las bodegas de Mac Donald’s con la correspondiente factura: son 33.600 pesos por cada bulto de papa. Papa de muy buena calidad.
En este último sitio pasan la papa por enormes cortadoras automáticas y la someten a sus patrones tradicionales: presentación, ración, promoción, etc., y la distribuyen en todos sus puntos de venta. De cada bulto han obtenido hasta 312 porciones de papas fritas. Todo esto lo ignora Pedro, que fue el cultivador y que después de la embriaguez de haber visto la cosecha florecida, enfrenta la verdadera realidad.
Al siguiente de la venta recibe el dinero de su cosecha. Pedro es un campesino responsable. Lo primero que hace es pagar los insumos, la ferretería, la tienda de abarrotes y el forraje de las bestias. Con el dinero que le sobra, compra remesa para su familia. Pero no le ha quedado un solo peso para atender la obligación del banco. Así que se dirige a las oficinas de la entidad. La idea es pedir una reestructuración del crédito. Le explica al funcionario que el dinero de su cosecha no le alcanzó para cancelar el préstamo que obtuvo para la siembra. El funcionario, frió, le explica que los términos de negociación están vencidos y que lo que sigue es la oficina jurídica.
Pero no solo le ha quedado mal al banco. Tampoco le pudo pagar al prestamista. Banco y prestamista actúan por vía jurídica para recuperar sus dineros. Total, a Pedro le rematan su finca, sus enseres y sus bestias. Se ve obligado a desplazarse a la capital a buscar destino
en otros aires. Pasan los días. Se acaba el tiempo y con el tiempo se acaban los recursos. Un medio día, sin dinero y con hambre, sentado en el andén de una esquina cualquiera de la ciudad, revisa sus bolsillos y encuentra 4.200 pesos. Recuerda con dolorosa ironía que ese fue el precio en que vendió cada bulto de papa de su última cosecha, y que, bulto tras bulto, uno encima de otro, no fueron suficientes para librarlo de la ruina.
Se levanta y ve un aviso: Mac Donal’s, comidas rápidas. No sabe por qué hay algo que lo atrae. Entra y Pregunta por los precios de la comida. Con una rabia sorda se percata que el dinero que recibió por cada uno de sus bultos de papa no le alcanza para comprar una ración de papa frita de doscientos gramos en MaC Donald’s.
Tal vez no hay que decirlo. Pero nuestro país está lleno de Pedros. Estos no sólo existen en los campos. No solo son los empleados, los ejecutivos ni los obreros. También los pequeños, medianos, y hasta los grandes empresarios llevan su propio Pedro adentro. Un hombre que lucha, sabiéndolo o sin saberlo, por hacer una Colombia mejor.
No hemos, por supuesto, descubierto el agua tibia. Pero no sólo planteamos el problema: buscamos la solución.
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