Análisis
Tomado de FARC-EP
Por Gabriel Ángel
Un Santos reelegido y un Uribe encabezando la oposición a sus políticas en el Senado materializan la putrefacta naturaleza del régimen político colombiano.
Según la última encuesta que divulga la revista Semana, el ex Presidente Uribe cuenta con un 61 por ciento de favorabilidad, mucho más que el Presidente Santos y otros aspirantes a cargos de elección popular. Eso a pesar de las reiteradas rechiflas de que viene siendo víctima cada vez que asoma la nariz a una plaza pública, y por encima de las gravísimas acusaciones de toda índole que pesan en su contra.
Ese hecho nos da idea del enorme poder que siguen detentando en el país los sectores económicos y políticos representados desde hace algo más de un par de décadas por el señor Uribe, es decir el latifundismo, el narco paramilitarismo y amplias fracciones de la minería y las finanzas transnacionales. Existe en Colombia un verdadero interés mediático por mantener en lo alto la figuración política del personaje de marras, garante de la impunidad y la reserva que deben mantenerse sobre todas las materias relacionadas con la criminalidad política.
Ahora hacen noticia con la entrega y supuesta colaboración con la justicia del ex mayor Meneses, cuyas declaraciones y pruebas apuntan a corroborar la responsabilidad de Santiago Uribe al frente de la maquinaria asesina conocida como Los Doce Apóstoles, y sobre todo, de su hermano Álvaro, como gobernador de Antioquia y luego Presidente de la República, interesado principal en comprar su silencio, como ya ha sido expuesto por el testigo al referirse al sinnúmero de contratos otorgados a su favor para que se beneficiara de los consabidos porcentajes.
Desde luego que nada de esto afectará la imagen política de Álvaro Uribe, quien llegará al Senado a remplazar a los prohombres como su primo Mario y demás congresistas de su grupo, comprometidos y condenados por sus vínculos con los paramilitares, pero recubiertos a la vez, como Luis Carlos Restrepo o la coneja Hurtado, con cierta aura de perseguidos sin causa. En medio del silencio cómplice, en la Comisión de Acusaciones de la Cámara y en la Corte Suprema de Justicia se hallan paralizadas las investigaciones judiciales contra el ex Presidente.
Uribe, como su protegida la Drummond, resulta apenas polémico pero intocable. Así lo presenta la gran prensa. Basta con conocer de la próxima liberación de decenas de jefes paramilitares, autores de los más depravados crímenes de que tenga memoria la historia nacional, bajo el supuesto de la pena cumplida, para comprender el entramado de la más descarada impunidad que por crímenes contra el pueblo reina en Colombia. Salvo uno que otro personaje político en decadencia, no se conoció nunca de ningún peso pesado que hubiera sido implicado por la supuesta colaboración con la justicia brindada por los reos a cambio de tales beneficios.
En realidad se trata de la ejecución cabal de la farsa de justicia concebida desde un comienzo por la cuerda criminal de Uribe, a la que sólo hizo falta, por la oposición de la Corte Constitucional, que esos personajes fueran considerados como delincuentes políticos, lo que les hubiera permitido salir en libertad para vincularse a las listas a las corporaciones por el Centro Democrático, y a la sombra de su astuto patrón pasar a ocupar honorables curules en Senado y Cámara.
Nada sobre la gigantesca conspiración que envolvió al gran capital, el latifundio, los mayores caciques regionales y nacionales, los grandes capos del narcotráfico y gran parte de la cúpula militar y policial del país pudo ser develado por los procesos de justicia y paz que cobijaron a los jefes del paramilitarismo. Nada sobre sus gigantescos negocios, sobre el apoderamiento y saqueo de las finanzas públicas, sobre la poderosa red financiera que fluyó libremente para consumar las miles de masacres y destierros forzados.
Más bien se diría que ahora hay la excusa para sepultar definitivamente el asunto. Ya se hizo justicia, nos dirán que lo que sigue ahora es olvidar y perdonar. De alguna manera toda esa infamia será coronada en las próximas elecciones con la erección de Álvaro Uribe y su séquito al Senado de la República. Mal podría decirse que la causa es el extraordinario arraigo que la imagen de autoridad despedida por el ex Presidente mantiene firme en la mente de los colombianos. Eso forma parte de la leyenda mediática, de la hegemonía ideológica impuesta y la mansa subordinación aceptada por muchos.
Lo que se intenta no es otra cosa que la consagración definitiva de un modelo de dominación, en el que la más descarada violencia y un supuesto retorno a la normalidad legal y a la decencia, se turnan en una simbiosis aplastante. Un Juan Manuel Santos reelegido y un Álvaro Uribe encabezando la oposición a sus políticas en el Senado materializan la putrefacta naturaleza del régimen político colombiano. Aplaudidos por los paladines de la democracia del gobierno norteamericano y la Unión Europea simbolizan la nueva era de la alienación total.
Por eso los contemplamos a diario disputándose el rol de cruzados por la justicia. Álvaro Uribe afirma ahora que no está contra la paz, sino contra la paz con impunidad. Y en esa dirección apunta a coincidir con los esfuerzos de Santos por criminalizar y obtener el repudio general contra las guerrillas, al insistir en equipararlas, ahora sí, con los horrendos paramilitares. Resulta increíble su prueba de cinismo. Pero la asume y con ella supuestamente consigue las muestras de favorabilidad que publican las encuestas. Vaya uno a saber los manejos sucios que se ocultan tras esas publicitadas consultas a la opinión.
Ese vergonzoso modelo de configuración política que ha caracterizado a nuestro país desde hace muchísimas décadas, es precisamente el modelo que debe ser desmontado y remplazado por otro de naturaleza verdaderamente democrática, apuntado a la realización de la justicia social largamente aplazada. Es urgente que la mayoría de los colombianos tome la decisión irrevocable de sacudirse de semejante carga histórica. En realidad no es otra cosa lo que las FARC-EP hemos buscado durante estos cincuenta años de lucha y expresado ahora de diversas maneras en La Habana. No más Uribe, no más Santos, no más farsas y violencias, sí a una nueva Colombia.
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