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LA LÓGICA MENTIROSA DEL DISCURSO CONTRA LOS VIOLENTOS

Análisis
Por Gabriel Ángel 


De no haber sido por la máquina de terror estatal tan descaradamente desatada en Colombia, jamás hubiera aparecido en nuestra tierra el fenómeno de la insurgencia.

Quizás, eventualmente, las llamadas bandas criminales sean incluidas dentro de la categoría de los violentos. Pero, en su más estricta aplicación, son las guerrillas a quienes los propagandistas del régimen han dado en llamar de ese modo. Incluir a esas bandas criminales en la denominación de los violentos, puede servir para fortalecer la idea de que el lado de los buenos, el de la gente de bien, está conformado por los amantes de la paz y los métodos civilizados de debate, mientras que el lado de los malos lo integran quienes emplean la fuerza y la violencia de las armas.

Dicho de otro modo, incluir dentro de los violentos a las bandas criminales persigue fijar en la mente del público que los alzados en armas somos igualmente criminales. Nada es inocente en el discurso del poder, todo tiene una profunda connotación de clase y persigue un propósito específico. Los grupos económicos dominantes pretenden imponer la idea general de que en ellos se concentra todo lo bueno que tiene la sociedad, todo lo justo, todo lo imitable y por ende todo lo que merece ser respetado. Las páginas sociales de la prensa son así su templo más sagrado.

Los violentos son los otros, los bandidos, aquellos que sin ninguna razón se dedican a combatirlos. Por eso para ellos todo el peso de la ley, toda la fuerza del Estado, todo el odio de clase. Lo proclamarán en los púlpitos sus obispos de cabecera, lo escribirán sus redactores de prensa en los editoriales del día,  lo ejecutarán sus fuerzas militares y de policía con veloz diligencia. No importa que sea arrojando bombas y metralla desde las alturas, o reprimiendo salvajemente las protestas de la población, o cumpliendo operaciones de exterminio contra sus simpatizantes.

Siempre podrá encontrarse la excusa para los más atroces excesos de sus esbirros. Si aplastar a los terroristas significa desterrar brutalmente centenares de miles de personas, conformar hordas de asesinos sin entrañas, desaparecer ciudadanos por doquier, torturar, amenazar y aterrorizar poblaciones enteras, detener arbitrariamente y perseguir judicialmente a los opositores, bueno, la culpa la tienen todas esas personas que se dejaron utilizar por los delincuentes, que sirvieron a su consigna de combinar todas las formas de lucha. La culpa es de ellos.

Pero ninguna de tales conductas será considerada nunca, ni por ellos, ni por sus publicistas, como empleo de la violencia, como apelación al crimen. Tal vez, mostrándose ampliamente generosos, consentirán que se hable del empleo de la fuerza legítima del Estado con el  fin de restaurar el orden y la tranquilidad ciudadanas. El orden que los beneficia a ellos para sus dudosas y jugosas contrataciones con el Estado, para la explotación de los recursos naturales de la nación en su exclusivo beneficio,  para la concentración creciente de la riqueza social en sus manos.

Por eso les es tan fácil hablar de la condena a los violentos, de su rechazo rotundo al recurso de la fuerza provenga de donde provenga, de su apego incondicional a la ley, de los procedimientos  pacíficos de solución de conflictos. Porque la sangre de los de abajo, la de los campesinos, obreros y dirigentes populares o sociales, las lágrimas de las viudas y los huérfanos por causa de sus operaciones represivas, la tierra arrebatada a los labriegos, indígenas o negros no tiene significado para ellos, es algo tan pueril como las aguas que naturalmente verterán su curso al mar.

La escena del policía agredido por una multitud enardecida es presentada una y otra vez por la televisión, con el propósito de conmover y despertar la solidaridad hacia el atacado, sin importar que éste, hasta hacía unos cuantos minutos, descargaba su arma de fuego o su garrote de manera furiosa contra quienes protestaban pacíficamente. Pero sobre todo, esa escena repetida prepara a la ciudadanía para la aceptación sumisa de la temible y premeditada arremetida que se planea emprender el día siguiente contra la protesta. Sus protagonistas serán tratados como criminales.

Puestos en la picota pública por su conducta antijurídica, se habrán hecho acreedores a las sacrosantas iras del poder. Se lo merecen, dirán, estaban bien advertidos. Estas iras, y los mecanismos mediante los cuales se materializan, nunca podrán ser considerados como violencia. A quién se le ocurre, si ese ha sido el procedimiento histórico más recurrido desde la antigüedad contra quienes se oponen a la voluntad de los señores. No ha habido imperio, dictadura o democracia formal en la historia, en las que no se haya aplicado con éxito esa lógica hipócrita.

En nuestro país, en donde las reclamaciones de los de abajo, indios, negros, campesinos, obreros, comunidades olvidadas y demás, son acusadas permanentemente de violentas, de infiltradas, de capturadas por invisibles manos malignas, se hizo costumbre que sean reprimidas salvajemente. Por cuenta de un poder que siempre se las ha arreglado para impedir la organización política amplia de todos esos sectores. No sólo existe entonces una ambiciosa clase acaudalada, violenta por naturaleza, sino que resulta imposible para el pueblo reemplazarla en el gobierno de la nación.

Y es esa la verdadera razón para el alzamiento armado de los guerrilleros colombianos. De lo cual se desprende que la paz que la inmensa mayoría de los nacionales soñamos, necesariamente implica primero el cese de las políticas violentas y de guerra por parte del Estado, luego, que los grupos económicos en el poder renuncien a una modesta parte de sus fabulosas ganancias,  y, finalmente, unas reformas institucionales que consagren una democracia auténtica en nuestro país. No se trata de entregarle el poder a las FARC, sino de darle una oportunidad a la patria.

Es por eso que resultan tan sospechosas todas esas referencias a los violentos que suelen emplearse contra las guerrillas. Sea quien sea el que las pronuncie. De no haber sido por la máquina de terror estatal tan descaradamente desatada en Colombia, jamás hubiera aparecido en nuestra tierra el fenómeno de la insurgencia, ni se hubiesen producido las terribles consecuencias del conflicto. Urge que ante el discurso de la disyuntiva entre el sometimiento de las guerrillas y la guerra total, el pueblo colombiano haga valer un rotundo no más, para siempre.

Montañas de Colombia, 8 de enero de 2014.

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