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Coca: tierra y oro

Análisis
El Espectador
Por Alfredo Molano Bravo


Hoy que amanecí con los huesos en su sitio, quisiera escribir sobre la recuperación de los manglares de la isla de Salamanca, o sobre las plantaciones campesinas de sábila en el desierto de la Tatacoa o, en fin, sobre la declaratoria de un millón de hectáreas en la serranía del Chiribiquete como Parque Nacional Natural. Pero nuestra realidad es terca y debo escribir otra vez sobre cultivos ilícitos, ahora cuando en la mesa de negociaciones se aborda la cuestión.

El primer punto de la agenda en La Habana, el derecho a la tierra, quedó acordado. También el segundo, que tiene que ver con el ejercicio de ese derecho. El tercero tendrá que resolver el asunto de la sustitución de cultivos ilegales por cultivos lícitos, lo que quiere decir en tres palabras: mano al dril. El Estado tiene que financiar esa transición, porque no sólo no impidió, sino que facilitó, el cambio de café, maíz, arroz, por marihuana, coca y amapola. Hay que buscar el origen de la tragedia, que tanta sangre ha costado, en la constante burla de la reforma agraria. No en vano el Pacto de Chicoral —que liquidó el tímido intento de Lleras Restrepo— y los primeros cultivos de marihuana tuvieron lugar en los mismos días. Hablo del vil metal por un simple cálculo: la cosecha anual de coca cuesta unos 500.000 millones de pesos, asumiendo que hay unas 100.000 hectáreas cultivadas que botan tres cosechas al año y que de cada hectárea sale un kilo de base cuyo valor promedio es de dos millones de pesos. La solución del problema pasa, a mi manera de ver, por la reformulación de las políticas minera y agropecuaria. Quiéralo o no, la mesa tendrá que hablar de política económica. La coca, para mencionar el tema gordo, ha pasado de dominar el panorama económico en el piedemonte oriental a determinar la economía en el andén pacífico.

En la zona oriental, la sustitución está ligada a las Zonas de Reserva Campesina y a la financiación de planes de desarrollo regional. El Estado no le puede decir al campesino cocalero: acabe con eso porque es ilegal y rebúsquese. Porque vuelve a rebuscarse, como se rebuscó. Tampoco puede salirle a la guerrilla con el cuento de que “colabore” para acabar con el flagelo y conviértase en una fuerza policiva. Para que la guerrilla “colabore” —si llegara a hacerlo— se requiere que el Estado financie planes de desarrollo regional que tengan en cuenta, ante todo, la participación campesina, tal como quedó acordado en el segundo punto bajo el título de “Consejos de desarrollo territorial”. Es aquí donde la marrana tuerce el rabo, porque la mayoría de opciones se estrellan con los TLC. Los campesinos encuentran soluciones si los dejan resolver sus problemas y no les amarran las manos. Por este lado hablarán de crédito barato, fletes subsidiados —la coca, incluidos insumos, tiene costos de transporte muy bajos—, eliminación de intermediarios —o mercados campesinos— y política arancelaria compensatoria. Un reto para los que saben de mermelada y otras mieles.

Por el lado del Pacífico la cosa es distinta: las comunidades negras abandonaron el mazamorreo del oro —práctica ancestral— porque la coca les daba más. La gente de los ríos que trabajaba con la batea optó por cultivar coca porque el oro estaba por el suelo a mediados de los 90. Al recuperarse el vil metal, los negros regresaron a lavarlo en ríos y quebradas, pero se encontraron con retroexcavadoras y dragas, lo que llaman minería ilegal. Si el Gobierno los defiende contra ella, e impide que en sus ríos se meta la gran minería, dejan el cultivo de coca. Para eso se debería crear una nueva figura: las zonas reservadas para la minería artesanal del oro y del platino. Las comunidades negras han vivido y podrían seguir viviendo a su ritmo del mazamorreo sin el cerco del hambre ni de la coca ni de la violencia.

El Gobierno debe aceptar que no puede arreglar las cosas sin sacrificar algo, que, bien vistas las cosas, no es mucho. Ojalá en La Habana llegaran a un acuerdo para poder cambiar de tema.

Punto aparte: La Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) cumple 25 años de haber sido creada ¡Enhorabuena! No obstante la pelea de sus fundadores, entre ellos Gustavo Gallón, y de todo el grupo, tiene el doble de tiempo de haber comenzado a enfrentar las arbitrariedades que se cocinan en las distintas versiones de los fueros militares. La CCJ, con valentía y rigor jurídico, ha defendido a miles de colombianos que sin su defensa —gratuita, por lo demás— se habrían podrido en una apestosa cárcel o habrían quedado tirados en una carretera disfrazados de guerrilleros.

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