Análisis
Tomado de El Espectador
Por Alfredo Molano
Un grupo de ambientalistas españoles creó en 1992 el premio Atila y la mención honorífica Caballo de Atila para destacar las obras arquitectónicas que destruyeran los espacios nativos o arquitectónicos considerados valiosos, bellos o útiles
En Colombia, Jacques Mosseri y otros profesionales y artistas acogieron la iniciativa y abrieron un concurso para premiar el edificio más feo, más agresivo contra el medio, más ofensivo al entorno. Hubo una gran polémica en algunos rincones de la prensa porque, como es natural, el concurso pisaba callos y los arquitectos son muy sensibles a la crítica, sobre todo cuando su obra puede ser considerada un mamarracho. Las edificaciones que alcanzaron a pisar el tapete rojo fueron el edificio de ladrillo y vidrio negro de Davivienda, en la esquina suroccidental de la séptima con calle 72. De los 40 a los 50 la Avenida de Chile contó con las más hermosas quintas de la ciudad, demolidas una a una para construir edificios para bancos, aunque algunos respetaran lo que podríamos llamar nuestro ethos arquitectónico: el ladrillo color siena. Si uno mira Bogotá desde el aire o desde Monserrate, ve una enorme mancha de ese color que contrasta bellamente con el azul y el verde y que al atardecer toma tonalidades ocres doradas. Si la arquitectura de la ciudad, sus formas, sus estilos y características se han perdido, por lo menos nos queda el color. Es curioso y doloroso que en Bogotá y en muchas ciudades se hayan demolido viejas y venerables edificaciones, barrios enteros o verdaderos monumentos como el Convento de Santo Domingo, para construir el edificio Murillo Toro. Parecería como si conserváramos la tradición tan castellana de destrozar las ciudades árabes, aztecas o incas para montar sobre sus ruinas catedrales, iglesias o torres.
En Bogotá los candidatos al Atila han sido, entre otros, el edificio del Icfes en la calle 17, el Bulevar Niza, el del Banco Cafetero en la calle 13 con 30 y otras monstruosidades. El premio se acabó por razones que desconozco, pero ya hay hoy varios candidatos a ganarse, aunque sin estatuilla, la nominación. Uno de los más feroces queda en el barrio Rosales pegado al cerro. Se ve de todas partes, es redondo, blanco, enorme. Parece de lejos una nevera, de cerca un hospital. Rompe de manera brutal el sepia de nuestro ladrillo en que están edificados todos los edificios a su alrededor. Otro monstruo es el de Fedegán en la 36 con avenida Caracas, barrio Teusaquillo. Uno podría explicarse el estilo por tratarse de los dueños, pero son imperdonables los acuarios de vidrio verde que se levantan en la carrera 11 con 86, o en la avenida 9 con 116, que parecen inspirados para ganarle a uno de los exabruptos más espantosos del país: el centro comercial del parque Caldas, en Manizales.
Ahora, precedido por una campaña publicitaria, se nos vino encima un proyecto hecho por el arquitecto Richard Meier, quien va a montar en la séptima con 93, al lado de esa joya en ladrillo que es el Seminario Mayor, un edificio hecho de vidrio y con un cemento blanco importado de Italia, especialmente producido para el arquitecto, cuya característica es que se limpia solo. Es decir, no tendrá ni siquiera el recurso de envejecer y adquirir una pátina honorable y digna. Propongo que el edificio en ciernes sea desde ya candidato a la mención Caballo de Atila, un animal que donde pisaba no volvía a nacer la hierba.
Es cierto que el arte, y por supuesto la arquitectura como creación, debe buscar, explorar y encontrar patrones estéticos, modos, formas, colores, temas distintos. Pero una cosa es la búsqueda y otra la imitación servil de modelos que a duras penas logran copiar para parecernos a otras ciudades o a otras culturas. Salmona lo dijo claro y lo mostró con su obra: “El predominio del dinero factura lo urbano y fractura la ciudad... Todo aquello que permitió estructurar y embellecer la ciudad es ahora superfluo ante las determinantes del mercado”. La nueva cultura no conoce límites.
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