Análisis
Tomado de la Delegación de Paz FARC-EP
Por Rubén Zamora
En la institucionalidad colombiana se normalizaron temerarias acciones que ilegitiman mucho más el llamado Estado social de derecho. Altos funcionarios ocultan tras bambalinas el cangro de corrupción y descomposición del Estado, de la que no escapan togados de la llamada administración de justicia, como el magistrado Villarraga, a quienes les tapan los ojos a punta de sobornos.
La condición más importante para concursar y llegar a las altas cortes no es precisamente las investiduras éticas y morales de los juristas. Es, ante todo, la vulnerabilidad al soborno, la mordida y la capacidad de subordinar este poder del Estado a los intereses económicos y políticos de las élites dominantes. Pocos han dejado notar su estatura moral como magistrados de las altas cortes.
Bajo esos criterios, el ex presidente Uribe supo calcular bien la organización de los mecanismos de impunidad, inmunizándose de posibles acciones penales luego de la gran tragedia cometida por sus escuadrones de la muerte y de carteles mafiosos. Así logró vincular a impúdicos juristas en el Consejo Superior de la Judicatura, la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia. Por otro lado se blindó con una Comisión de Acusaciones de la Cámara sin moral y sin dientes para sancionar a los funcionarios que están bajo su competencia. Y de la administración de justicia en las regiones son pocas las excepciones que escapan al soborno o a los efectos del terror paramilitar.
Caso relevante de proba dignidad es el del magistrado Rubén Darío Pinilla Cogollo, de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín, que tras hacer un recuento de los hechos y eventos a los cuales se ha vinculado al ex presidente Álvaro Uribe Vélez con grupos paramilitares en las últimas dos décadas, pidió una investigación al ex mandatario por promover, auspiciar y apoyar estas organizaciones armadas ilegales. Claro, estas investigaciones no prosperan por lo ya dicho.
No dudo que hay otros funcionarios de la rama judicial y académicos que sienten vergüenza del repulsivo estercolero que existe en esta rama del poder público. Precisamente por ello, algo más del 72% de los colombianos no creen en la justicia. Está claro que este es un sistema para disciplinar a las mayorías por medio de las leyes mientras otras instituciones lo hacen a través de la violencia.
Los que se han atrevido a darle grandeza a la justicia colombiana han sido estigmatizados y condenados al ostracismo indolente determinado por lo más deshonesto de este país. Los matan como profesionales así como el procurador, los grandes medios y los fallos de la Corte Constitucional matan políticamente a líderes de oposición.
Mientras funcionarios judiciales corruptos desatan escándalos, se hace evidente el poder criminal e indolente contra la población carcelaria, reflejando una crisis moral e institucional que la clase dirigente no quieren resolver con la fuerza y la profundidad que se requiere.
Los escándalos en la rama judicial pusieron en el debate la iniciativa de reformar la justicia. Uribe la plantea para asegurarse toda la impunidad posible, el gobierno de Juan Manuel Santos para maquillarla fungiendo de gran renovador, mientras que otras tesis abordan la necesidad de profundizar una reforma que la independice de los demás poderes públicos y la depure de la corrupción. Ese proyecto reformador, de verdad debe surgir de la academia, de juristas, de trabajadores de la rama judicial, de organizaciones sociales y otros sectores, habida cuenta que la precariedad e inmoralidad de la justicia es un problema del conjunto de la sociedad.
El país no puede seguir permitiendo ese mercado de influencias y de penas según la chequera de los involucrados en investigaciones. Otro grave reflejo de las injusticias del sistema judicial, son la existencia de por lo menos 120 mil presos sociales y políticos, que por carencia de chequera o por venganza clasista, padecen los vejámenes deplorables de un sistema carcelario deshumanizado donde se pudren los presos como si se tratara de desechos miserables condenados también por la indiferencia lamentable de una sociedad indolente.
Unas Cortes elegidas por el Congreso bajo la égida del ejecutivo, no cuentan con independencia ni solvencia moral para ejercer como árbitro imparcial e investigar y sancionar la comisión de delitos a todos los niveles de las estructuras del Estado.
La justicia debe ser ejemplar, y para ello necesita renovarse de verdad. El sistema de selección de las autoridades judiciales debe democratizarse. Una reforma a la justicia definida con magistrados corruptos e incompetentes y el gobierno, no le dará a la rama judicial los dientes para desentrañar la corrupción dentro del Estado y la sociedad. Mucho menos, para emitir sentencias sobre aleves crímenes sociales y políticos que han ensangrentado esta nación a nombre de la democracia, o para hacer doctrina dentro de las academias y la sociedad sobre los derechos fundamentales que son pilares esenciales de una verdadera democracia.
Esta administración de justicia carece de las competencias éticas para asumir los enormes retos de la transición política como consecuencia de un acuerdo para finalizar más de 60 años de conflicto armado interno. Habrá que definir los problemas jurídicos se han derivado de la guerra con rigor ético e independiente tomando como referente que las principales responsabilidades del conflicto interno son políticas e involucran a muchos actores. Y, además, que esos responsables fundamentales han tenido patrones económicos que deben asumir su parte.
Se necesita una justicia que encarne el sentimiento de paz y de reconciliación de la familia colombiana, así que reformar la justicia y democratizarla no debe ser una tarea de quienes crearon y mantienen a esa criatura que simboliza horror y vergüenza.
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