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DESBROZANDO IDEAS

Análisis
Por Timoshenko, Comandante en Jefe FARC-EP.


¿Quién está cansado con el proceso de paz?


En torno al proceso de paz que cursa actualmente en La Habana se tejen toda clase de especulaciones. Partiendo del Presidente Santos y su líder en la mesa de diálogos, Humberto de La Calle, las acusaciones contra las FARC se lanzan y repiten de modo irresponsable y tendencioso,por distintos voceros del Establecimiento y los comentaristas bien pagos de la gran prensa.

El que se haya cumplido un año sin haber conseguido nada más que un acuerdo parcial sobre el primer punto de la Agenda, y el que se aproxime el plazo señalado al Presidente para anunciar o no la presentación de su candidatura a la reelección, se convierten de repente en los principales argumentos para dirigir las baterías cargadas de fuego e infamia contra nosotros.

Ningún analista público o privado se refiere de manera alguna a las claras revelaciones de los voceros oficiales, que reiteradamente dan cuenta de su verdadera intención al dialogar con las FARC. Mil veces han dicho que la Mesa no es el espacio para discutir en torno a reformas institucionales y menos para debatir sobre el modelo económico que implementan en el país.

Y quizás más veces aún han repetido el estribillo según el cual el único propósito de la Mesa es que las FARC cambiemos las balas por los votos, es decir que troquemos nuestra lucha de medio siglo por la conversión en un partido político que presente sus listas en las elecciones, dando por descontado que el régimen político vigente reúne las más amplias calidades democráticas.

La defensa de esa posición recalcitrante, que pasa por encima del propio texto del Acuerdo General firmado en La Habana en agosto de 2012, que es público, pero que hábilmente se manipula a objeto de desvirtuar su verdadera naturaleza, es realizada frecuentemente en nombre de todos los colombianos. Sus portavoces invocan sin pudor al país y hablan en su nombre.

Habría que comenzar por ahí. El interés que expresan los enemigos del proceso no es el de la población colombiana en general, ni siquiera el interés de la mayoría de los nacionales. Más bien podría decirse lo contrario. Ellos hablan por ciertas elites, muy acomodadas económicamente hablando, y apropiadas venal y casi hereditariamente de las riendas del poder político.

Las voces que determinan el rumbo de las políticas implementadas en el país son en primer término las de la gran banca transnacional y la red de corporaciones multinacionales interesadas en los recursos que puedan extraer de nuestro territorio en la forma más barata posible. A ellas se añaden los grupos financieros, los monopolios empresariales y el latifundio local.

No hay que llamarnos a engaños. El cumplido servicio de las crecientes e impagables deudas externas pública y privada, por el cual responde el Estado colombiano ante la banca mundial, es el primer deber que corresponde cumplir a cualquiera de estos gobiernos. Las llamadas sostenibilidad y regla fiscales que se incorporaron a la Constitución recientemente así lo ratifican.

El efecto real de las llamadas políticas neoliberales sobre los pueblos es tal, que hasta sus más fanáticos defensores sienten vergüenza de ser calificados como tales. La exención o rebaja de impuestos a los grandes capitales, la privatización de entidades y servicios públicos, la apertura indiscriminada al comercio internacional, entre otras, despojan y abaten a las mayorías.

La militarización creciente de la sociedad a fin de garantizar el control social necesario para el sometimiento de los pueblos que se opongan al saqueo de sus recursos, la destrucción de su hábitat natural o la súper explotación de su trabajo auspiciada por la desregulación de las relaciones laborales, completa el decálogo inhumano y antinatural del poder dominante.

Semejante panorama de desgracia contribuyó a agravar aún más la antidemocrática práctica de la violencia política ejercida de antaño por las clases dominantes en nuestro país. La globalización del mercado y el Consenso de Washington llegaron a Colombia cabalgando sobre la paramilitarización, las masacres, la guerra sucia y los desplazamientos masivos de la población.

La lucha guerrillera ya tenía vieja data cuando sobrevino toda esa catástrofe. Y se había producido como respuesta del campesinado y los sectores populares a la violencia oficial promovida por los partidos liberal y conservador desde el gobierno y el Congreso. Entonces sí resulta elemental discutir todos esos asuntos cuando se habla de hallar una solución política consensuada.

El gobierno de Juan Manuel Santos pretendió cosechar los supuestos éxitos de la llamada seguridad democrática de Uribe. Por eso se consideró destinado a propinar la estocada de muerte a las FARC-EP. Presupuestó con optimismo exagerado que la organización guerrillera se hallaba al borde del colapso final, así que había llegado la hora de acabarla por las buenas o las malas.

Las muertes del Mono Jojoy y Alfonso Cano, que en las FARC examinamos desde una perspectiva muy distinta a la óptica gubernamental, convencieron a Santos de ser el efectivamente llamado a conquistar tal gloria. Así que al tiempo de sostener e incrementar la guerra contrainsurgente y antipopular, apostó a convencernos de la generosidad de su propuesta de rendición.

Y es esa la verdadera dificultad en la que se encuentra el proceso de La Habana. A pocos meses de terminar su mandato, abocado a la necesidad de mostrar resultados que justifiquen su reelección, el Presidente Santos observa con angustia que sus planes militares de exterminio contra las FARC fracasaron. Y que las FARC tampoco aceptan someterse en la Mesa como soñaba.

Entonces, conjuntamente con todo el Establecimiento neoliberal, arrecia su campaña de desprestigio. Nos culpa de la lentitud en los avances, de atravesar toda clase de obstáculos, de salirnos de la Agenda pactada, de hacerle trampa al país. Nos presenta como narcotraficantes y terroristas, como violadores de menores y asesinos, como los peores enemigos de la patria.

No son los colombianos ni el país los cansados con el proceso de paz, como insisten los voceros neoliberales. Son ellos, los círculos privilegiados y guerreristas, los que odian que se hable de soberanía, de democracia plena, de modelos alternativos de desarrollo. Hacen y profundizan la guerra y el terror contra Colombia, mientras acusan de ello a los demás. Urge desenmascararlos.

Los verdaderos artífices de la paz


La pregunta en torno a quiénes están realmente cansados con el proceso de paz, mueve en verdad a importantes reflexiones. Una de ellas corresponde al comienzo mismo de las conversaciones entre el gobierno nacional y las FARC-EP. ¿Por qué se inició el proceso? Tras los ocho años de guerra total practicados por Uribe, ¿qué movió a Santos a dar el giro?

En la nota anterior poníamos de presente su convicción, de hecho él fue uno de los cruentos protagonistas de la seguridad democrática, de que las FARC nos hallábamos en una situación desesperada, urgidos de una oportunidad para salvar nuestros pellejos a punto de ser cortados por el Estado. Aunque errada, tal idea ejerció notable influencia en su decisión de conversar.

Y señaló el criterio gubernamental acerca del único contenido posible delos diálogos. La inmensa mayoría de los observadores, siempre al servicio del régimen, con mayor descaro o cuidadoso disimulo según su grado de compromiso, dedicaron muchas líneas a celebrar la decisión de Santos al ensayar la vía dialogada para poner fin al conflicto. Y sobre esa base construyeron su prestigio.

En adelante se aprestaron a medir los éxitos del proceso en torno a los resultados perseguidos por el Presidente. Pero, para que Santos hubiera podido dar curso a la posibilidad de los diálogos, tuvo que crear un consenso importante entre los poderes económicos y políticos que determinan los rumbos del país. La mayoría de ellos terminó por aceptar sus suposiciones y le otorgó el aval.

Fue cuando sobrevino la fiesta mediática por la apertura de las conversaciones de paz. Todos a una, con excepción del desprestigiado uribismo fundamentalista, se dedicaron a expresar loas en torno a la inminencia del fin del conflicto, que habría de conseguirse muy pronto en la Mesa. Se dijo entonces que Colombia, el país, la sociedad en su conjunto, apoyaban el proceso.

Conviene tener cautela cuando los grandes medios de comunicación se aúnan para hablar en nombre de toda Colombia. Si bien es cierto que al emerger ciertos sentimientos de hondo calado nacional, como la reciente clasificación de nuestra selección al campeonato mundial de futbol, los medios se ven obligados a registrarlo, también es cierto que muchas veces suelen inventarlos.

O los manipulan de manera astuta, para beneficio exclusivo de los poderes que representan. Es así como la celebración general producida con el anuncio de las conversaciones, no sólo incluía la óptica gubernamental propia de las clases dominantes, sino que también abrigaba la otra, la de los de abajo, la de los invisibles, la de quienes registran y aparecen sólo si conviene a los de arriba.

En otras palabras, el otro país, el de los negros, los indios, los campesinos, los desempleados, los profesionales frustrados, los millones de colombianos que ante la falta de oportunidades se rebuscan la vida como pueden, el de la gente buena pensante, el de la izquierda consecuente, el que comprende las razones de la guerrilla, también estaba de fiesta con el inicio de los diálogos.

Porque ese país es realmente el verdadero interesado en que termine la guerra. Y ese país llevaba muchos años clamando por que se iniciaran nuevamente conversaciones en busca de una salida incruenta al conflicto. Desde luego, hasta el momento en que las élites anunciaron las nuevas conversaciones, ese país no había existido para los medios, ni para nadie que no fuera él mismo.

La oligarquía colombiana siempre ha creído que esa masa amorfa de desharrapados, de hambrientos sin techo, de desposeídos, de inconformes impertinentes, de chillones engañados por terroristas, sólo merece atención cuando puede derivar un importante beneficio de ella. Ya se trate de sus votos, de sus cuerpos para la guerra o de mano de obra miserablemente paga.

Cuando esa masa humana de gentuza se niega a transitar por el camino que ella le señala, se convierte en enemiga a combatir sin consideración de ninguna clase. Así, si resulta un obstáculo material para sus planes de agro carburantes,  gran minería a cielo abierto o infraestructura funcional a la globalización, o si se inclina por peligrosas opciones izquierdistas, hay que  matarla.

Hay que desaparecerla, hay que aterrorizarla, desplazarla, encarcelarla, someterla como sea. La conjunción de poderosos intereses económicos foráneos y de sectores dominantes en la economía nacional, con proyectos políticos excluyentes y sectarios, terminó por generar el conflicto armado que ha marcado la existencia de nuestro país en las últimas cinco décadas.

No son las Ingrid, ni los políticos o militares muertos en aventureros y fallidos intentos de rescate, las verdaderas víctimas del conflicto armado colombiano. Ni siquiera los miles caídos en los enfrentamientos entre guerrilla y fuerza pública. Sino los millones de colombianos que lo han perdido todo para que el índice de crecimiento económico subaa favor de las clases pudientes.

Las decenas de miles de familias que pierden sus viviendas con las entidades crediticias, o las centenares de miles que trabajan como esclavos gran parte de su vida para acrecentar felizmente las ganancias de los grandes grupos financieros, son víctimas de este sistema que se sostiene sólo porque cuenta con un inmenso aparato de fuerza bruta que se reclama legítimo sin serlo.

Esa Colombia, y no la de las familias Santos, Uribe, Santodomingo o Sarmiento, entre otras, es la que clama por paz con justicia social, con profundas reformas institucionales y en el manejo económico del país. Las FARC-EP, que somos apenas una de las expresiones de esa Colombia largamente humillada y perseguida, sabemos que gran parte de ella nos acompaña en esta brega.

Estamos perfectamente claros de que el actual proceso de paz jamás hubiera sido posible sin el concurso decidido de los colombianos del montón, que en innumerables actos y declaraciones, aún en los momentos en que todo parecía perdido, se lanzaron a la calle y a los foros a exigir la apertura de los diálogos. Ese sentimiento persiste, y se halla hoymás fortalecido que nunca.

La paz, la solución política del conflicto, la continuidad del proceso de La Habana, no sólo no está en dependencia de los intereses de Santos, sino que reposa en la voz y la presencia de los millones y millones de compatriotas que no quieren más esta guerra. La oligarquía de siempre no puede continuar devorando la patria mientras invoca su nombre. La paz no es cosa suya, es de todos.

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