Análisis
Tomado de El Espectador
Por: César Rodríguez Garavito
Hace tiempo no llegaba al Congreso un proyecto de ley tan inconveniente, antidemocrático e inconstitucional como el que presentó el ministro de Defensa para castigar con cárcel a quienes salgan a la calle a protestar.
La ley enviaría a prisión por un lapso de tres a cinco años a los inconformes por el solo hecho de obstruir una vía. Además les impondría una multa de 10 a 50 millones de pesos y les negaría beneficios como excarcelación o detención domiciliaria. Ese sería el destino de los estudiantes que salieron por estos días a marchar, los campesinos quebrados que brotaron de la tierra en el paro agrario, los indígenas que están en minga para que el Gobierno cumpla los acuerdos del año pasado, y cualquier ciudadano que se sume a una marcha espontánea.
No hay que ir más lejos para ver por qué la ley sería tan dañina para la democracia. Además del voto, la movilización colectiva es el canal esencial de participación popular. De hecho, sin protestas no tendríamos democracias. Las barricadas de los revolucionarios franceses no eran nada distinto a los bloqueos de vías que quiere penalizar el ministro de Defensa. Sin las manifestaciones estudiantiles de 1990, no tendríamos la Constitución de 1991. Sin las marchas contra las Farc hace unos años, no tendríamos un consenso ciudadano contra la violencia guerrillera.
La protesta es aún más importante en democracias desiguales como la nuestra. Porque es el único medio de influencia que les queda a los menos poderosos: los que no pueden financiar campañas políticas, tener canales de televisión o pagar abogados que hagan cabildeo en el Congreso.
Por eso las constituciones y los tratados internacionales protegen celosamente el derecho a la protesta y la libertad de expresión que encarna. Por eso también el proyecto de ley de marras es claramente inconstitucional. Para comenzar, el resto del proyecto no tiene nada que ver con protestas, sino con medidas “contra la criminalidad y la financiación del terrorismo”, como la extorsión, el microtráfico y la minería ilegal. El tema de la protesta no está en la exposición de motivos de la ley, lo que sugiere que fue un “mico” añadido a última hora, al calor del paro agrario. Así que es dudoso que cumpla con la unidad de materia que se exige de toda ley.
Tampoco pasaría la prueba del derecho internacional, que exige que cualquier restricción al derecho a la protesta sea “proporcional y estrictamente necesaria”. Por supuesto, el derecho a protestar no es absoluto. Como los demás ciudadanos, los inconformes deben ser penalizados, por ejemplo, si atentan contra la vida o la integridad física de otros. Pero impedir que ocupen las vías públicas equivale a negarles la posibilidad de movilizarse.
De ahí que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a través de su Relatoría para la Libertad de Expresión, haya condenado “la existencia de disposiciones penales que convierten en actos criminales la simple participación en una protesta, los cortes de ruta (a cualquier hora y de cualquier tipo) o los actos de desorden que, en sí mismos, no afectan bienes como la vida o la libertad”. Eso explica que la Comisión censure repetidamente a países como Ecuador, que viene encarcelando líderes sociales de oposición con base en una legislación similar sobre “sabotaje y terrorismo”.
Aunque la ley sería una mala idea en cualquier momento, lo es más en medio de negociaciones de paz. Para cerrarle espacio político a la violencia y la guerrilla, hay que hacer todo lo contrario: abrírselo a la protesta pacífica y los movimientos sociales.
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