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Batidas

Análisis
Tomado de Las 2 Orillas
Por María José Montoya



Hace cinco días, el 10 de septiembre, miembros del ejército se llevaron a Ender Martínez, el hijo de “Suge”, la empleada doméstica de mi casa. Tal como Suge me ha contado la historia, lo hicieron subir a uno de los dos camiones que tenían parqueados al frente de la Biblioteca Pública El Tintal de Bogotá a las 6:00 a. m., y quién sabe cómo habrá sido el procedimiento de “retención”pero, violando sin agüero la sentencia C-879 de 2011 con que la Corte Constitucional prohíbe estas redadas masivas (¿o diremos esta otra forma de “pesca milagrosa”?), se lo llevaron al parecer con otros 17 ciudadanos. A Ender lo subieron al camión con todo y la bicicleta en la que lleva y trae pedidos a domicilio, tarea con la que complementa sus ingresos como obrero en un edificio en obra negra y que le permite “colaborar” con unos pesos en su casa. Justamente por no llegar a tiempo a trabajar fue que Suge y su marido supieron del asunto en el que andaba Ender. Sus jefes los llamaron a preguntar por él.

Lo que siguió a continuación, tal como yo he podido hilar la historia, ha sido una cadena angustiosa de breves llamadas y mensajes de texto, a retazos. Todo ocurre aquí con intermitencia: con recargas que Suge hace dos veces diarias, de tres mil en tres mil pesos, al celular de Ender. Él tiene 20 años y como no está resuelta su “situación militar”, pasó la noche del martes en la Escuela de Artillería de Usme.

El miércoles su padre no fue a trabajar porque tuvo que ir a la Escuela de Artillería a recoger la bicicleta y le tomó unas buenas horas devolverse pedaleando hasta donde vive en el segundo sector del barrio Bosa-Brasil (lo que en Transmilenio es un recorrido de más de una hora, o sea que el sitio está “retiradito”, como dice Suge) y no pudo ver a su hijo. Esa noche recibieron un mensaje de texto de Ender a las 2:00 a. m.: necesitaba una cobija porque hacía mucho frío. El jueves el padre tuvo que ir nuevamente a Usme a llevar la cobija y una bolsa con elementos de aseo personal. Cuando preguntó por Ender Martínez, el Mayor que lo atendió en la Escuela de Artillería le indicó que no lo llamara más así. Ahora era al revés, le explicó. “Ahora hay que llamarlo Martínez, Ender”. Y “Martínez, Ender” salió un rato después escoltado por dos militares a la puerta, en donde no pudo cruzar palabra con su padre: tan sólo lo dejaron recibir la cobija y la bolsa para llevárselo dentro de vuelta.

Ese mismo jueves Suge intentó hablar con él y por fin logró comunicarse. Ender le dijo rápidamente que no podía hablar, pero que le habían advertido que alistara sus cosas porque ese mismo día se los llevarían para Coveñas (¿!?). Suge preguntó si Ender estaba allí con algunos otros de los muchachos retenidos el mismo día y si él podría hacer una lista de sus nombres y de los teléfonos de sus casas. “Solo quedamos 5 –fue la respuesta– no puedo hablar con ellos, nos tienen ocupados todo el tiempo”. Fin. No hay más información.

Dada la discontinuidad de las comunicaciones puede haber aquí varios malentendidos, claro. Pero hay también algunas cosas que son ciertas. En primer lugar, el sujeto del que hablamos ya no está en la cotidianidad de su familia ni de su trabajo. Simplemente fue sustraído de la vida civil en un dos por tres y sin chance de dejar constancia. Hace cinco días no puede ejercer su derecho a la libertad personal y de circulación. Suge tiene miedo de llamar a alguna oficina militar y quejarse porque se siente desarmada y, claro, porque atrás en su mente pesa el temor de que Ender termine convertido en un “falso positivo”. No se torea al ejército así sin más.  Es lo que yo puedo leer en sus frases y entre líneas cuando me dice: “uno no sabe lo que le estén haciendo a Ender allá esos señores”.  Desde el jueves el teléfono de Ender es una entrada directa a su buzón de mensajes: un silencio autista y la zozobra de muchos a mi alrededor. En este momento ni siquiera sabemos en qué lugar del país anda.

Cuando pregunté sobre el tema entre mis amigos y puse la historia a circular en las redes sociales supe varias cosas. Parte de la información se la debo a los oficios velocesde la Asociación Colectiva de Objetores de Conciencia (ACOOC), en donde sí contestan el teléfono y lo atienden personas, no conmutadores. Fue un enorme alivio hablar con alguien a diferencia del “Remitimos su denuncia a @Reclutamientoco” con que me contestaron desde la cuenta del Ejército.

Pues bien, la Corte Constitucional prohíbe que las autoridades militares retengan ciudadanos indiscriminadamente con el fin de identificar a los remisos y luego conducirlos a lugares de concentración. Un remiso, además, no es cualquier varón mayor de 18 años sin tarjeta militar. Remiso es quien, tras haber participado en un sorteo, y después de someterse a exámenes que demuestren su aptitud psicofísica para ir al Ejército, no se presente a la citación con que es llamado a resolver el asunto. Básicamente la Corte le está diciendoal Ejército una cosa: aquí hay un procedimiento que debe hacerse al derecho para no caer en arbitrariedades. Pero, tal como parece ponérnoslo en la nariz la historia que cuenta Suge, y, más aún, la ausencia real de Ender de la vida civil durante cinco días, el ejército burla a la Corte a plena luz del día en la vía pública.

Podríamos sumar aquí mil casos más, me dicen por el Facebook; dizque la semana pasada en Cota. Dizque en Chinchiná. Uno se encuentra videos recientes de estas batidas y hay uno publicado el 9 de septiembre de este año titulado “Hombre con guevos [sic] defiende a muchachos de los reclutamientos forzados” (Aquí). Ahí,un ciudadano que se sabe defender le pone muy clarito a los militares que no pueden abusar de su autoridad, ni mucho menos pasar por encima de la ley, y los obliga a dejar bajar varios muchachos del camión antes de que empiece una historia como la que estoy contando. Yo pienso en cómo se aplica lo de que “en Colombia los héroes sí existen”.

Sugelis trabaja en mi casa porque no puede vivir en la parcela campesina que fue de su familia en Retiro Nuevo, corregimiento de María la Baja (Bolívar), de donde tuvo que irse cuando tenía 13 años. La historia que cuenta es que de un día para otro ella y sus hermanos empezaron a encontrar temprano en la mañana rastros extraños de fogatas recién apagadas. Alguien merodeaba en su tierra. Tenían una casa frente a la carretera en donde unos días más tarde, mientras pasaban dos camiones de soldados, estalló una bomba que dejó fragmentos humanos regados por todas partes. Al parecer las Farc, dice Suge, habían armado el atentado las noches anteriores y ahora Sugelis, sus cuatro primos, su abuela, sus dos hermanos y sus dos tíos eran sospechosos. Los interrogaron. Fue aterrador. No quisieron vivir más allí. Era junio o julio de 1987. En diciembre de ese año a Suge la recibieron las guirnaldas que prometían el “Feliz año nuevo 1988” en las calles de María la Baja, y ya eran desplazados. Desde entonces su destino ha sido ir por ahí, hasta hoy, planchando la ropa de terceros.

Esta semana en mi casa yo le pongo aSugelis un té al lado de la silla en donde mira al vacío. “Seguro se va a resolver”, le digo, mientras me imagino cómo se cruzan en su mente los camiones del Ejército que ha visto tantas veces en su vida. El tránsito de Colombia que rueda ahí, como sin conductor ni frenos, y que está encarnado en ella porque, como a tantos, el país no la deja en paz.

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