Análisis
Tomado de ANNCOL
Por Horacio Duque
El Acuerdo especial de La Habana entre el gobierno del Presidente Juan Manuel Santos y las Farc (1), y la instalación de la Mesa de Conversaciones en la capital de Cuba, fue un acontecimiento histórico de enorme trascendencia.
El proceso de paz iniciado fue un corte para cerrar un ciclo político e iniciar una nueva etapa de exploración concertada de alternativas y proyectos orientados a la superación del conflicto social y armado que por largos años ha hecho daños irreparables a la nación y su población.
La decisión de Santos fue claramente un replanteamiento del esquema guerrerista agenciado a lo largo de los dos mandatos presidenciales del señor Uribe Vélez.
La presencia y compromiso de las Farc, la objetivación de una voluntad política permanente de reivindicación del dialogo como vía para superar la guerra civil.
El salto ocurrido implico una severa modificación del escenario político que las facciones más violentas del bloque dominante impugnaron automáticamente. El núcleo más agresivo de la ultraderecha del espectro político tacho como acto traidor la decisión presidencial de dar apertura a las conversaciones con una agenda definida de temas y una metodología de trabajo muy precisa.
La oposición a la Mesa de La Habana ha sido el caballito de batalla de la agitación política y electoral del bloque de poder más agresivo, promotor de la generalización de la guerra y las formas despóticas para aniquilar la resistencia campesina revolucionaria. El uribismo apuesta a fondo para malograr los avances y la posibilidad cierta de concretar acuerdos de reconciliación. Ese es un hecho irrefutable que resulta una necedad desconocer.
Si bien es cierto Colombia esta inmersa en una compleja realidad social de desigualdades e iniquidades no menos cierto es que la violencia constituye el peor azote de toda la nación. Es un fenómeno multidimensional cuya superación debe ser prioridad en la agenda pública.
La guerra es destructiva y desplaza/elimina los códigos de la política favoreciendo el ejercicio de la fuerza en perjuicio de las clases subalternas afectadas por la debilidad social, económica, racional y discursiva.
Los avances alcanzados en la Mesa de La Habana son de un enorme espesor, y descalificarlos es un absurdo. Defenderlos es un imperativo que exige prescindir de prejuicios y personalismos egoístas. Es a las dos partes plenipotenciarias comprometidas a las que corresponde su
protección.
Por primera vez ha ocurrido un debate profundo y objetivo sobre el problema de la tierra y la aberrante concentración latifundista que sirve de base al régimen señorial agrario imperante en el campo desde la Colonia. Lo que no es cualquier cosa. Y por primera vez se construye un programa de soluciones adecuadas para transformar con sentido de justicia la propiedad rural en la dirección de atender las demandas de millones de campesinos pobres.
Por primera vez el Estado y los lideres de las Farc avanzan en acuerdos para replantear el Estado y el sistema político en la perspectiva del proyecto democrático-participativo del siglo XXI dirigido a la ampliación del campo de la política y a la construcción de ciudadanía por medio de innovaciones en la relación entre Estado y sociedad, así como a una (re) politización de los conflictos y su (re) significación en el campo político.
Los efectos reales de tales desarrollos se pueden constatar en la reactivación y auge del movimiento social (Catatumbo, mineros, sindicatos agrarios, etc.) y en la configuración de nuevos campos de conflicto que sirven a la reconstrucción del proceso político ya que permite no solo la constitución y visibilización de los actores estratégicos, sus luchas y discursos, sino también las contradicciones y fracturas sociales, así como la dinámica de la democracia. Los campos de conflicto instalados son lugares donde se dirimen las disputas por el poder y donde se constituyen los sujetos, que no dependen de meras esencialidades.
No menos importante es la mutación discursiva e ideológica visibilizada, que nos aleja del "régimen de verdad" impuesto por el fascismo uribista. Es que la paz que se construye paulatinamente conlleva una lucha por el poder que involucra una disputa sobre el conjunto de significaciones culturales, y practicas dominantes, relacionadas tanto con los universos simbólicos y discursivos, como con la redistribución de los recursos materiales. Así nos encontramos justamente ante la construcción de nuevos referentes discursivos y universos simbólicos que van adquiriendo centralidad y hegemonía en el imaginario social, logran una gran capacidad de interpelación como, por ejemplo: el rechazo al neoliberalismo y al militarismo, al clientelismo, la búsqueda de la justicia social, la lucha contra la corrupción, la reforma agraria, la nacionalización, la no discriminación, las autonomías, fuertemente articuladas a la paz.
Lo que nos remite a la construcción de un "régimen de verdad" basado en una nueva gramática social con capacidad transformadora e interpelatoria. En otros términos, los elementos ideológico-discursivos centrales de la coyuntura, articulados al discurso de la paz, generan una gran respuesta social y una expectativa que explican, en buena medida, el amplio apoyo social al proceso de paz y su centralidad discursiva.
Respecto de las construcciones discursivas, nos encontramos justamente ante un proceso de deconstrucción de los viejos referentes políticos del nefasto tramo uribista como el narcoterrorismo, la seguridad democrática, la magia del mercado y otros; y una fuerte circulación de nuevas articulaciones vinculadas a la participación, la profundización de la democracia, la defensa del proceso de conversaciones, la justicia social, la diversidad cultural, la autonomía, entre otros.
De suerte que es amplio el avance y grandes los logros que están en juego como para cruzarse de brazos ante la feroz arremetida de la ultraderecha.
Las Farc y sus dirigentes en La Habana van sopesando cada peldaño y con destreza, eludiendo las provocaciones e intrigas, consolidan lo acumulado. Su capacidad propositiva lo acredita con creces.
En igual sentido procede el Presidente Juan Manuel Santos quien ha dado muestras de versatilidad en el trato de la expansiva conflictividad.
Aves de mal agüero anuncian el inminente fracaso de la Mesa de conversaciones. Se equivocan. Van por la superficie y sus argumentos no resisten el rigor analítico. Su tesis principal alude a una incompatibilidad entre los diálogos y el nuevo ciclo electoral. Por lo contrario, las conversaciones de paz van a resignificar el debate democrático indicando otros ámbitos para el mismo, aún si se incluye la reelección presidencial del actual Jefe de la Casa de Nariño, que está autorizada en el texto político mayor que organiza el régimen político nacional.
Considerada esa intención, que no debe estorbar el curso de las negociaciones de paz, el Presidente ha dicho a Rodrigo Pardo (1), a propósito del balance general de su gestión en tres años, que no compartimos en muchos campos, que "la dinámica misma del proceso indicaría que la persona más comprometida con el proceso de paz desde el ámbito institucional sería la más indicada para que el proceso continúe. Que daría las garantías para que el proceso sea exitoso, si hay acuerdos, pues estarían en manos de la misma persona que lo inicio".
Santos afirmó que "no importa que el proceso de paz avance en medio del desarrollo de la campaña electoral y que aspira a que en noviembre haya acuerdos, aunque añadió que si se demora un par de meses más no es grave".
Juicios que siendo de su fuero y visión política personal no me parecen desatinados.
Es que con la paz no se juega. Ella demanda la mayor seriedad y ponderación. Virtudes que ennoblecen las partes comprometidas.
El aventurerismo, la jerga, la provocación y la zancadilla traidora son armas de los guerreristas que quieren perpetuar el desangre social y la regresión política.
Juan Manuel Santos y las Farc, por fortuna, siguen con la paz. En buena hora.
Cali, 2 de agosto de 2013.
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