Análisis
Tomado de Prensa Rural
Por Colectivo Nativa
No es el sonido del viento, que endulza con su aroma a campo las legendarias trochas formadas por la violencia y el despojo, que han servido de alfombra al centenar de sombras que cautelosamente buscan mantenerse con tranquilidad en algún lugar, donde sus semillas puedan germinar con dignidad y así convertirse en poderosos arboles, que recubrirán y protegerán con su cálido y valiente manto, la incomprensible riqueza de estas tierras.
No, con certeza no es el sonido del viento, el que llama la atención de bestias y despierta el silencioso tiempo de la selva, aquel espacio donde se ha fecundado la resistencia, donde las desgraciadas sombras han perdido la noción de la vida, escapando una y otra vez a la muerte, que es guiada por carniceros peones que deambulan revolcándose en billetes baratos, bajo la mirada expectante de prestigiosos empresarios que han hecho grandes fortunas exprimiendo las venas de aquellas tierras, que hoy siguen llorando la esfumación de aquella mano labriega que algún día saco frutos de ella, acariciando con ternura su infinito vientre.
No, tampoco es el sonido del viento empapándose furiosamente contra la corriente del río, aquel que ha sido testigo de la brutalidad con la que se ha querido dar solución a los problemas que aquejan a las sombras, que desmembradas, desnudas de todo valor humano y sin nombre, han sido desechadas para que su sangre recorra todo el territorio colombiano, como muestra de lo único que ha dejado este paquidérmico Estado.
Aquellos sonidos que se escuchan entre los adoquines de un humilde barrio, no son los del viento contaminado que pasa desapercibido adornando con su putrefacto aroma, la caótica ciudad que nunca duerme, que en ningún momento se satisface al detener el tiempo en un orgasmo de tranquilidad absoluta y que además algunas veces parece que nunca llegará a despertarse, del profundo letargo entre la rutina estéril del vender y comprar, mientras los orgullosos y mezquinos rostros danzan, disimulando la sensación de vacío que se presenta en los insatisfechos estómagos de los ciudadanos.
En este caso, el sonido es emitido por furiosos pasos de aquellos que se cansaron de vivir en la injusta normalidad, traducida en hambre y pocas oportunidades, como si la historia de cualquier pobre tuviese que traducirse en levantarse inconforme y acostarse desesperanzado.
Las sombras salen de su guarida a convertirse en cuerpo, de aquel país que no cabe en la pantalla del televisor, ni en las desagraciadas fotos de un diario y por lo tanto inexistente para muchos, salen con el único objetivo de gritar su existencia, mientras resuena en el oído de todos los “decentes ciudadanos” el pitazo de un patriótico golazo. Gritar su existencia, dentro de un conflicto traducido en cuerpos humildes destrozados, sin que se solucionen los problemas de hambre, educación, trabajo y tierra, sin que se desarmen los carniceros peones que hoy día pasean de la mano con la “legal” violencia, sin que se devuelvan aquellos sueños de cambio, desgarrados del millar de almas de aquella flor patriótica, que hoy entre los sonidos de bombardeos, minas e interminables disparos, vuelve a destapar con valentía sus pétalos, para decir, como los niños, que son aquellas simientes de terquedad que no aceptan la terrible configuración de un mundo individualista e injusto… el diálogo es la ruta para acabar el conflicto.
Tomado de Prensa Rural
Por Colectivo Nativa
No es el sonido del viento, que endulza con su aroma a campo las legendarias trochas formadas por la violencia y el despojo, que han servido de alfombra al centenar de sombras que cautelosamente buscan mantenerse con tranquilidad en algún lugar, donde sus semillas puedan germinar con dignidad y así convertirse en poderosos arboles, que recubrirán y protegerán con su cálido y valiente manto, la incomprensible riqueza de estas tierras.
No, con certeza no es el sonido del viento, el que llama la atención de bestias y despierta el silencioso tiempo de la selva, aquel espacio donde se ha fecundado la resistencia, donde las desgraciadas sombras han perdido la noción de la vida, escapando una y otra vez a la muerte, que es guiada por carniceros peones que deambulan revolcándose en billetes baratos, bajo la mirada expectante de prestigiosos empresarios que han hecho grandes fortunas exprimiendo las venas de aquellas tierras, que hoy siguen llorando la esfumación de aquella mano labriega que algún día saco frutos de ella, acariciando con ternura su infinito vientre.
No, tampoco es el sonido del viento empapándose furiosamente contra la corriente del río, aquel que ha sido testigo de la brutalidad con la que se ha querido dar solución a los problemas que aquejan a las sombras, que desmembradas, desnudas de todo valor humano y sin nombre, han sido desechadas para que su sangre recorra todo el territorio colombiano, como muestra de lo único que ha dejado este paquidérmico Estado.
Aquellos sonidos que se escuchan entre los adoquines de un humilde barrio, no son los del viento contaminado que pasa desapercibido adornando con su putrefacto aroma, la caótica ciudad que nunca duerme, que en ningún momento se satisface al detener el tiempo en un orgasmo de tranquilidad absoluta y que además algunas veces parece que nunca llegará a despertarse, del profundo letargo entre la rutina estéril del vender y comprar, mientras los orgullosos y mezquinos rostros danzan, disimulando la sensación de vacío que se presenta en los insatisfechos estómagos de los ciudadanos.
En este caso, el sonido es emitido por furiosos pasos de aquellos que se cansaron de vivir en la injusta normalidad, traducida en hambre y pocas oportunidades, como si la historia de cualquier pobre tuviese que traducirse en levantarse inconforme y acostarse desesperanzado.
Las sombras salen de su guarida a convertirse en cuerpo, de aquel país que no cabe en la pantalla del televisor, ni en las desagraciadas fotos de un diario y por lo tanto inexistente para muchos, salen con el único objetivo de gritar su existencia, mientras resuena en el oído de todos los “decentes ciudadanos” el pitazo de un patriótico golazo. Gritar su existencia, dentro de un conflicto traducido en cuerpos humildes destrozados, sin que se solucionen los problemas de hambre, educación, trabajo y tierra, sin que se desarmen los carniceros peones que hoy día pasean de la mano con la “legal” violencia, sin que se devuelvan aquellos sueños de cambio, desgarrados del millar de almas de aquella flor patriótica, que hoy entre los sonidos de bombardeos, minas e interminables disparos, vuelve a destapar con valentía sus pétalos, para decir, como los niños, que son aquellas simientes de terquedad que no aceptan la terrible configuración de un mundo individualista e injusto… el diálogo es la ruta para acabar el conflicto.
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