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¿Tierra y desarrollo agrario sin poder político?

Análisis
Tomado de Prensa Rural
Escrito por Fernando Bernal



A campesinos, afros e indígenas ni se les permite construir una organización nacional y, cuando lo han logrado, el propio Estado se encargó de destruirla. El Desarrollo Agrario Integral demanda, entonces, cambios en la representación política y en la capacidad real de negociación de las políticas públicas sectoriales

El Desarrollo Agrario Integral demanda, entonces, cambios en la representación política y en la capacidad real de negociación de las políticas públicas sectoriales


Preguntas incisivas sobre los nueve tomos de propuestas de la sociedad civil, que debería ser materia de discusión en el foro previsto por la Mesa de Conversaciones para esta semana

La contradicción

Como un aporte a las negociaciones de paz que se adelantan en La Habana, el Congreso promovió una serie de foros regionales para tratar del primer punto de la agenda temática– “desarrollo agrario integral”- cuya metodología y principales resultados reseñó Ángela María Robledo en anterior edición de Razón Pública.

Las propuestas de la sociedad civil han sido numerosas y con frecuencia inteligentes. Pero esto no debería hacer que se ignoren los límites que el sistema político colombiano se ha impuesto para afrontar de veras los problemas de la tierra y el “desarrollo integral” del campo.

En cuanto a la tierra, la limitación esencial es bastante clara: por una parte el Estado sin duda debe ejecutar la ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448), pero por otra parte el gobierno anuncia su compromiso de respetar la distribución actual de la propiedad de la tierra. En otras palabras, el gobierno promete preservar la fuente del poder terrateniente, construido a lo largo de cuatro siglos mediante la conquista violenta de la tierra y del territorio.

Y es porque el régimen político adoptado desde el siglo XIX se basó en preservar a toda costa las estructuras de poder heredadas de la Colonia, la hegemonía de los terratenientes y su control sobre las elecciones, la desigualdad, la pobreza y el carácter excluyente de la sociedad rural [1].

Ocultar lo político

Para ese fin, el régimen adoptó uno rasgo distintivo de la doctrina liberal europea de ese entonces: la negación de lo político es decir, el desconocer la existencia del conflicto como algo propio de la realidad política. Negar la aparición de otros actores dispuestos y capaces de disputarles el poder.

Esta negación no llevó a eliminar lo político, sino a negarse a comprender lo político. Como señala Strauss, el liberalismo no buscó borrar lo político de la faz de la tierra, sino apenas ocultarlo[2].

En Colombia, esto se tradujo en la muy conveniente negación de la naturaleza conflictiva de la política, para lo cual -¡vaya contradicción! - el Estado y las fuerzas que lo sostienen no han dudado en suprimir de manera violenta la posibilidad misma de que el conflicto político se exprese a través de las luchas sociales.

Y sin embargo no existe nada más político que la negación de lo político. El Frente Nacional — como dispositivo para ocultar la naturaleza conflictiva de la realidad — fue una muestra palpable de cómo la democracia liberal colombiana intentó desconocer el conflicto y de cómo ese arreglo no logró eliminar la violencia.

La lógica amigo–enemigo

La negación de lo político resultó útil para mantener el poder fundacional terrateniente durante los días tempranos de la república y sigue siendo conveniente para preservar la continuidad de ese poder fundacional.

Durante los últimos dos siglos, ese arreglo ha permitido negar nada menos que la existencia de la antítesis campesino–terrateniente vale decir, de despolitizar las quejas, las movilizaciones y las protestas de todos los movimientos de campesinos, afrocolombianos e indígenas, calificándolos de “revoltosos”, de “bandidos” y ahora de “terroristas”, para a renglón seguido reprimirlos mediante el uso del aparato armado del Estado.

De esta manera, el Estado pasó de ser una institución del orden a un arma funcional a los intereses del poder fundacional.

Hoy, a la hora de la paz, la contradicción sigue presente. Por una lado el Estado reconoce la violencia que los distintos grupos armados y las fuerzas militares han ejercido en contra del campesinado en las últimas décadas, pero por otro lado se niega a tocar los poderes constituidos, de modo que no admite la relación innegable entre la violencia y el poder fundacional, poder que excluye al campesinado como fuerza política y por ende propicia la violencia.

El jurista alemán Carl Schmitt parecería tener razón al señalar que en lo político solo existe el espacio para la relación antagónica entre amigo y enemigo, lo cual implica la eliminación eventual de uno de los dos. Por eso mismo en la Colombia rural ese poder excluyente se ha ejercitado con singular rigor, de modo autoritario, de forma ininterrumpida y mediante la violencia.

Nueve tomos de soluciones

En relación con el “desarrollo agrario integral” (DAI), el Estado colombiano se ha autoimpuesto otros límites históricos referentes a la preservación de unas políticas sectoriales diseñadas para favorecer a esos mismos poderes fundacionales.

Democratizar y abrir el espacio de discusión para diseñar tales políticas públicas inevitablemente traería más conflictos y, como dije, la democracia colombiana no admite la existencia del conflicto.

Los nueve tomos de propuestas que el Congreso de la República y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) recogieron a lo largo y a lo ancho del país prueban la sabiduría y la creatividad de las comunidades para enfrentar sus problemas, de seguro más sensatas que las propuestas provenientes de la tecnocracia criolla o de los organismos multilaterales. Pero si estas propuestas no van acompañadas de la reforma política, acabarán convertidas en el intento fallido de una solución tecnológica a un problema eminentemente político.

Los niveles de atraso y pobreza que presentan las sociedades campesinas, afrocolombianas e indígenas son prueba fehaciente de su debilidad política y de su muy escasa capacidad de negociación y de representación de cara al Estado y de que el desarrollo agrario es ante todo un problema político más que tecnológico.

Desequilibrio de poder

En este sentido, es importante contrastar esta debilidad con el poder que han demostrado tener los gremios del sector:

o al eliminar de manera absoluta la representación campesina en las discusiones del TLC con Estados Unidos;

o al lograr que los términos del Incentivo a la Capitalización Rural (ICR) sean mucho más generosos con ellos que con los campesinos;

o que programas como Agro Ingreso Seguro (AIS) beneficien de manera prioritaria a empresarios millonarios del sector e inclusive de otros sectores como el financiero;

o al lograr que sus directivos sean ante todo agentes políticos, más que técnicos:

 porque ellos mismos y sus intereses son el Estado o están representados en la conducción del Estado: basta ver cómo pasan de la representación de los gremios al manejo del Estado;

 o el poder que demuestran para que cada año el presidente o su ministro de Agricultura asistan a sus congresos gremiales a rendir cuentas y prometer aún más beneficios.

en tanto que a campesinos, afros e indígenas ni se les permite construir una organización nacional y, cuando lo han logrado, el propio Estado se encargó de destruirla, como en el caso de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) y el Pacto de Chicoral;

por otro lado, durante las últimas décadas los presidentes no han estado dispuestos a reconocerles y a reunirse con ellos, ni mucho menos a negociar sus políticas.

Preguntas para la Mesa

El Desarrollo Agrario Integral demanda, entonces, cambios en la representación política y en la capacidad real de negociación de las políticas públicas sectoriales.

Las preguntas que surgen son entonces si el Estado va a aceptar esa democratización y si está decidido a alterar la inequidad existente en términos de las políticas sectoriales. Si, al revés, va a empeñarse en no reconocer al campesinado como un actor político capaz de construir su propia historia; si seguirá haciéndolo invisible y tratándolo como un recipiente pasivo de medidas o programas.

De modo que la verdadera discusión en torno a la tierra y al Desarrollo Agrario Integral debe incluir expresamente cuestiones como las siguientes:

¿Se empeñará el Estado en dejar intacto el poder de ese liberalismo de naturaleza colonial que aun se impone en regiones como la costa Caribe?

¿Estará dispuesto a permitir que campesinos, afrocolombianos y comunidades indígenas entren a compartir el poder?

¿Dejará totalmente inalteradas la jerarquía social, la estructura de poder y el sistema político?

¿Estará dispuesto a enfrentar el malestar que va a producir entre las élites rurales de esas regiones su pérdida de poder e influencia?

¿Reconocerá que la institucionalidad pública es ante todo una propuesta política, más que un conjunto de programas desarrollados por agencias técnicas, diseñados para alterar el estado de las cosas y no para obstruir los cambios?

Pretender que la violencia y el atraso de la sociedad rural sean resueltos sin cambios políticos no pasa de ser una quimera, y en ese caso el país debería prepararse para enfrentar un nuevo ciclo de violencia.

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